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Adolf Hitler, delirante Tercer Reich

La brutal ingesta de todo tipo de compuestos químicos que sostuvo el Führer le sumió en un estado casi continuo de alucinación y de sueños quiméricos.
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  • David Solar

    David Solar

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La brutal ingesta de todo tipo de compuestos químicos que sostuvo el Führer le sumió en un estado casi continuo de alucinación y de sueños quiméricos.
A finales del siglo XIX Alemania era el paraíso de los químicos y el mayor emporio mundial de grandes firmas farmacéuticas. Su enorme potencial químico no le otorgó la victoria en la Gran Guerra, pero la industria incrementó su potencia porque Alemania, a falta de productos naturales (café, té...), se las arregló para sustituirlos por sucedáneos: palió la escasez de alimentos con todo tipo de compuestos, elevó el decaimiento nacional con drogas de diverso tipo. Gran parte de esos productos se exportaban, pero la Alemania de la época de la República de Weimar (1918/1933) consumía una alarmante cantidad de drogas y Berlín era el epicentro mundial de los estupefacientes. Al parecer, el 40% de los médicos berlineses eran morfinómanos y recetaban sin empacho. Una canción popular en los «music hall», de Fritz von Ostini, conocida como «Esnifamos y nos chutamos», decía: «Antes, por momentos, el alcohol,/ ese néctar despiadado,/ a un placer caníbal nos llevó,/ apero ahora sale caro./ Por eso en Berlín nos pirra/ la cocaína y la morfina».
Entre los enemigos declarados de las drogas se hallaban nazis y comunistas, en ambos casos empeñados en que la auténtica droga que podía poner en pie a Alemania era la victoria de su ideología, lo que no les privaba de consumir alcohol sin tasa, y algunos dirigentes, con Göring a la cabeza, consumían drogas a mansalva, tanto que se le conocía como «Möring» –por su adicción a la morfina–.

El castigo al milagro

La utilización abusiva de las drogas alarmó a las autoridades republicanas de Weimar, que establecieron fuertes restricciones y penalización del tráfico y consumo, pero a partir de 1933, con la llegada de Adolf Hitler a la Cancillería, se restringió aún más el consumo, aumentaron la vigilancia y los castigos: los transgresores podían dar con sus huesos en la cárcel o, peor aún, en un campo de concentración. Se activó la propaganda: «Quien consume drogas es peste extranjera» y se combinó con el antisemitismo: «El judío es un drogadicto per se». Y añade un argumento en contra de las libertades individuales que permitió, a partir de 1939, la castración de los drogadictos e, incluso, su eliminación. Pero esta represión no paralizó la investigación ni la actividad fármaco-química, y en 1937 Fritz Hauschild, director de los laboratorios Temmler, inventó una metanfetamina que se comercializó como Pervitín, disfrazado de estimulante, y que se anunció copiando la publicidad de Coca-Cola. Renovaba la energía, incrementaba la lucidez, remediaba la somnolencia, potenciaba la energía sexual en hombres y mujeres. Un elixir milagroso que mejoraría la sociedad, eliminando la depresión, la pereza, la vagancia, la indolencia y el derrotismo...
La publicidad convenció al Dr. Otto Ranke, jefe del departamento de Fisiología de Defensa del III Reich, de que podía ser útil para «reanimar a una tropa fatigada» y, aunque sus pruebas dieron resultados contradictorios, recomendó al Ejército su utilización. Inicialmente no le hicieron caso, pero, ante la inminencia de la guerra, se pidieron 35 millones de dosis para la Wehrmacht y la Luftwaffe, quedando su empleo a expensas de jefes y oficiales, y fue potestativo de los soldados tomarlas o no.
La metanfetamina fue utilizada en la invasión de Polonia (1 de septiembre de 1939), sobre todo, por tanquistas y pilotos, que cada día pasaron decenas de horas en sus máquinas. El resultado pareció excelente porque, después de tres o cuatro días de empleo, los jóvenes soldados descansaban y se recuperaban. Nadie medía los efectos secundarios.
Pero una cosa era vencer a Polonia, muy inferior militarmente, que repetir el éxito en Francia, cuyas fuerzas, unidas a las británicas y belgas, eran superiores en hombres, artillería, carros y aviones a las del III Reich. Por eso, los generales alemanes tenían serias dudas ante la ofensiva que Hitler exigía. El jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht, Franz Halder, reconoció en su diario esa inferioridad teórica y concluía: «Tenemos que recurrir a medios extraordinarios y asumir el riesgo que ello implique».
Seguramente se refería a la arriesgada maniobra ideada por Von Manstein del ataque a través de Las Ardenas, pero también podía estar pensando en el Pervitín. Durante la madrugada del 11 de mayo de 1940, los tanquistas de la 1ª Panzer tomaron 20.000 dosis y lanzaron sus carros adelante. No se pararían hasta tres días después, tras romper el frente, rebasar Sedán y penetrar profundamente en el dispositivo francés. Durante diez días, sin reposo, los alemanes descoyuntaron toda organización, apareciendo donde no se les esperaba, alcanzaron el Atlántico en Abbeville, el 20 de mayo, y cercaron a un millón de soldados aliados en Dunkerque.
Según Peter Steinkamp, historiador de la Medicina, «la guerra relámpago estuvo basada en las anfetaminas» y la fe en el Pervitín ascendió hasta las estrellas: el DAF (Frente Alemán del Trabajo) compró cerca de mil millones de dosis para extraer de sus obreros hasta el último gramo de fuerza.
Pero la panacea no era tal y –efectos secundarios aparte– no funcionó en el ataque a la URSS, donde se repartieron millones de dosis, porque no bastó un impulso de tres o cuatro días, requería meses. Pero tuvo cierto éxito en las grandes retiradas de la Wehrmacht: unas pastillas significaron proseguir retrocediendo hacia el oeste en vez de quedarse tirados en la nieve.

Tres años drogado

El Dr. Theodor Morell conoció a Hitler por casualidad: le curó sus problemas gástricos y consiguió mejorar su tono físico, y debió de hacerlo con tan buena mano que Hitler marginó a sus galenos habituales y se vinculó a él, tan experto en medicina como en farmacopea y tan ambicioso como inmoral. A base de complejos vitamínicos y glucosa subía el tono del Führer, y cuando no fue suficiente comenzó a proporcionarle Pervitín. Ante el avance de mayo de 1940 en Francia, Hitler estaba tan angustiado porque no controlaba las operaciones que Morell tuvo que atiborrarle de drogas, y Norman Ohler –el autor de «El gran delirio» (Crítica)– atribuye el error de Dunkerque, que permitió la retirada de 340.000 soldados aliados, a que Hitler se hallaba en un estado de ensoñación. En esa época, quizá midiendo los resultados que obtenía con Hitler, el Dr. Morell patentó un medicamento prodigioso: el Vitamultín, un simple complejo vitamínico A, D, E y C, pero como el Führer lo tomaba, se vendieron millones de envases.
Con el avance de la guerra y los fatales resultados cosechados en la URSS, Hitler necesitó progresivamente más atenciones de Morell, que llegó a recetarle en los tres últimos años de la guerra un promedio de 28 pastillas diarias y unas 800 inyecciones. El Führer quedó en un estado que el biógrafo Fest califica de «drogodependencia fatal» y Kershaw concluye que las «90 sustancias distintas que durante la guerra le administró el Dr. Morell y las 28 pastillas diferentes no lograron retardar el desmoronamiento físico» o quizá, quepa preguntarse con Ohler si esa lluvia de sustancias no sería la causante de la psicosis del personaje. Y, sobre todo, si esas drogas no propiciaron crímenes como el Holocausto y disparates como la invasión de la URSS, la declaración de guerra a EE UU y, en los meses postreros de la contienda, la política de «tierra quemada», así como la opción del aniquilamiento de Alemania antes de capitular.