"Alemanes corrientes", a la caza del judío
Eran ciudadanos de a pie que mataban a familias enteras. Se reedita el polémico «Los verdugos voluntarios de Hitler», que sostiene que el holocausto no solo fue obra de los jerarcas nazis.
Eran ciudadanos de a pie que mataban a familias enteras. Se reedita el polémico «Los verdugos voluntarios de Hitler», que sostiene que el holocausto no solo fue obra de los jerarcas nazis.
«Cada alemán tenía que apuntar con su arma a la nuca de la persona que estaba de bruces en el suelo (...) apretar el gatillo y contemplar cómo la víctima, a veces una chiquilla, se retorcía y luego dejaba de moverse. Los alemanes tenían que permanecer insensibles ante los gritos de las víctimas, los lloros de las mujeres, los gemidos de los niños. La distancia era tan corta que en ocasiones la sangre salpicaba a los verdugos. Como dijo uno de los hombres: “El tiro complementario golpeaba el cráneo con tanta fuerza que arrancaba toda la parte posterior y la sangre, las esquirlas de hueso y la masa encefálica manchaban a los tiradores...”».
Así describe Daniel Jonah Goldhagen la matanza de judíos en julio de 1942 en el bosque de Józefów, al sur de Lublin, por parte de los soldados del Batallón Policial 101, en su obra «Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto», recién reeditado por Taurus. Esta obra, cuya primera edición apareció en Estados Unidos en 1996, suscitó gran consternación en Alemania y una enorme controversia entre los historiadores sobre los métodos y conclusiones del historiador D.J. Goldhagen. Dos décadas después de aquella polvareda, la obra sigue vigente por su aterradora viveza descriptiva de las atrocidades del Holocausto, el exterminio de seis millones de judíos por el Tercer Reich, pero resulta poco novedosa, puesto que desde su primera publicación han aparecido numerosas obras que han ampliado lo que se sabía entonces y la polémica suscitada en la época ya agotó los argumentos.
Disparar a bayoneta calada
Sin embargo, a lo largo de 752 páginas, el autor trata de demostrar que los alemanes no solo conocían las atrocidades que se estaban cometiendo sino, también, que las apoyaban y participaban en ellas: en el Batallón Policial 101, compuesto por medio millar de soldados de cierta edad –en vez de ser enviados al frente se les encomendaban funciones policiales–, en buena parte casados y padres de familia, apenas una decena optó por no participar en las matanzas cuando se les ofreció tal posibilidad; los demás, con mayor o menor entusiasmo, actuaron como verdugos, limitando su intercambio de opiniones a detalles horrorosamente groseros como si era conveniente disparar con la bayoneta calada en el fusil para aumentar la distancia con la víctima y evitar las salpicaduras de sangre, de grumos de masa encefálica o de astillas óseas... Según el autor, tal actitud fue posible porque en la identidad alemana se había ido larvando desde la edad media un «antisemitismo eliminador», que originalmente tuvo carácter religioso y, con el tiempo, se secularizó y universalizó, hasta el punto de que los «alemanes corrientes» concluyeron que «los judíos tenían que morir». De esta forma, Goldhagen se refiere al Holocausto como «la característica definidora de la política alemana y la cultura política durante el período nazi (...) por lo que significó para los alemanes de la época y por los motivos por los que tantos de ellos colaboraron en su realización». Y «señaló su desviación de la comunidad de pueblos civilizados».
Ideología eliminadora
¿Se trata de una generalización no demostrada? Lo universalmente admitido por los historiadores hasta hoy es que al joven Hitler no se le conocían ideas antisemitas: de origen judío fue el médico de su familia o el marchante que en Viena vendía sus dibujos y postales o el capitán que le recomendó para la Cruz de hierro... Sus primeros escritos antisemitas son posteriores a la Gran Guerra y, en sus comienzos políticos, fue un asunto habitual en sus discursos, pero no más que sus diatribas contra la conferencia de Versalles, la ocupación francesa y belga de territorios alemanes, las indemnizaciones de guerra, la lucha contra los comunistas, los créditos internacionales... E, igualmente, en su «Mein Kampf» («Mi lucha») el antisemitismo no es más relevante que el propósito de apoderarse de territorios agrícolas en el Este («lebensraum») o que la superioridad racial aria, etcétera.
Tras su llegada a la Cancillería, la política contra los judíos, los boicots comerciales, las Leyes de Núremberg, la «Noche de los cristales rotos», los intentos de librarse de los judíos permitiendo –y cobrando– su emigración o planificando su masiva deportación a Palestina o a Madagascar, no implicaron mayor esfuerzo organizativo ni propagandístico que la captación ideológica de la juventud, el rearme, la política bélica, la persecución de comunistas y socialistas, la creación de la Gran Alemania (Sudetes, Anschluss). Fue a partir de la invasión de Polonia, en septiembre de 1939, cuando comenzó el Holocausto. Pero la obra de Goldhagen se limita a abordar el antisemitismo alemán; la política contra los judíos y los medios para matarlos; el papel de las unidades exterminadoras: composición, mentalidad, perfiles, motivos y matanzas; el exterminio mediante su explotación laboral, las marchas de la muerte y, finalmente, el antisemitismo eliminador y los «alemanes corrientes» convertidos en «verdugos voluntarios».Todo ello para demostrar que en la época nazi (de enero de 1933 a mayo de 1945) existió en aquel país «una conceptualización de los judíos que casi todo el mundo compartía (...) una ideología “eliminadora”, a saber, la creencia de que la influencia judía, destructiva por naturaleza, debía ser eliminada irrevocablemente de la sociedad». Y concluye que es esencialmente falsa la idea de que Alemania «tuvo la desgracia de haber sido gobernada por unos dirigentes malignos e implacables que, utilizando las instituciones de las sociedades modernas, impulsaban a la gente a cometer actos de los que abominaban». Por el contrario, «los alemanes corrientes estaban dispuestos a matar y cometer actos bárbaros a fin de salvar a Alemania y al pueblo alemán del peligro definitivo... DER JUDE». El revuelo ante semejante tesis estaba servido. Hasta los años ochenta del pasado siglo, los alemanes parecían ignorar todo lo relativo al Holocausto, por más que hubieran visto desaparecer a sus vecinos judíos (300.000 pudieron emigrar, pero unos 142.000 fueron asesinados). Tal amnesia se justificaba porque, durante la guerra, el terrible crimen fue cubierto por el manto de la propaganda y las bocas, silenciadas con el candado del miedo: nadie se arriesgaba a caer en un campo de exterminio por una indiscreción. Tras la guerra, los alemanes se hicieron los locos respecto al antisemitismo, bien porque el asunto manchaba o por evitarse complicaciones o porque se avergonzaban de lo ocurrido a las puertas de sus casas. Manfried Rommel, hijo del mariscal Rommel y alcalde de Stuttgart, comentaba: «Mucho se sabía, algo más se hubiera podido saber y el resto no se quiso saber». Y de pronto, en 1996, se publica «Los verdugos voluntarios de Hitler», en el que un historiador, Goldhagen, sostiene que la mayoría de los germanos lo sabían y, aún peor, lo aprobaban y, ¡horror!, habían participado en las matanzas. El libro fue un best seller, sobre todo en Estados Unidos y Alemania, pero suscitó el rechazo de la mayoría de los especialistas.
Del silencio al escándalo
Pocos meses después apareció en Alemania «La controversia Goldhagen», una recopilación de 16 artículos de intelectuales incluyendo al propio Goldhagen (en España, «La controversia Goldhagen», Edicions Alfons el Magnàním, Valencia, 1997), opinando sobre la obra. Casi por unanimidad fueron muy críticos. Algunas muestras: para Julius H. Schoeps: «Es absurdo achacar a los alemanes en su conjunto la culpa de los crímenes nazis. La imputación de la culpa colectiva, que fue formulada en 1945 y ya entonces excitó fuertemente los ánimos, no resulta más plausible por volver a repetirla ahora, en 1996». El maestro Gordon A. Craig ironizaba: «Goldhagen parte siempre del supuesto de que la población alemana se componía exclusivamente de dos grupos: los judíos y los alemanes que les odiaban...». Otra autoridad en Hitler y su época, Eberhard Jäckel, lo descalifica: «Una tesis doctoral absolutamente desacertada, deficiente por donde se la mire (...) No está a la altura de la investigación, tampoco satisface las necesidades más elementales. Es sencillamente malo». Por su parte, el reputado especialista Ulrich Herbert también lo rechaza: «No es un buen libro. Está lleno de defectos y exageraciones. Por muy extendido que estuviera el antisemitismo antes de 1933 (...) tropezaba con una decidida oposición (partidos obreros, católicos y liberales) y ahí radicaba la esperanza de los judíos, en que ese antisemitismo solo fuera más el residuo en vías de extinción de un oscuro pasado». El intelectual Lev Kopelev lo ve «en contradicción con la Historia»; «demuestra la asombrosa ignorancia de la vieja y nueva historiografía europea y su incapacidad para comprender la psicología de la gente en los estados totalitarios, particularmente en un contexto de “guerra total”». Tras lo dicho, parece quedar escaso espacio para la polémica, pero, clarificador o no de los motivos que condujeron al Holocausto, el libro sigue siendo un estremecedor compendio del horror nazi.
Honorables genocidas
Uno de los capitanes del batallón policial 101 se atrevió a desobedecer al comandante de la unidad y a contradecirle «porque me parecía una impertinencia exigir a un respetable soldado alemán que se comprometa a abstenerse de robar, saquear o no pagar sus compras». El capitán Hoffman se indignaba porque sus subordinados sabían que tales acciones eran delictivas y castigables; sus hombres observaban las normas alemanas de «moralidad y conducta (...) por su libre voluntad, y no por temor al castigo». El capitán se sentía «ultrajado en su honor» ante la sospecha que sus soldados pudieran robar a los polacos, pero le parecía normal que entre julio de 1942 y noviembre de 1943 el batallón hubiera reunido a palos y latigazos a unos 45.000 judíos para enviarlos a los campos de exterminio y que asesinaran directamente a otros 38.000.