Altamira, la caverna iluminada
La llaman «la Capilla Sixtina del arte rupestre». LA RAZÓN ha sido testigo de que los colores brillan más que nunca
El periodista es un testigo, alguien que acude a los lugares para dar testimonio de un suceso y no para convertirse en parte de la noticia. Uno llegó ayer a Santillana del Mar para recoger las impresiones de los primeros visitantes que entrarían en la cueva original de Altamira después de permanecer cerrada al público durante más de doce años. El azar elegiría, entre todos los nombres depositados en una urna, a los cinco afortunados que tendrían la oportunidad excepcional de volver a contemplar la llamada «Capilla Sixtina del arte rupestre». Entre las nueve y media y las once de la mañana, todas las personas que adquirieran una entrada para conocer el museo y la réplica de las pinturas podían participar en el sorteo. Durante ese intervalo temporal, el destino jugó sus cartas y el redactor que tan sólo debía dar testimonio de ese momento crucial se convirtió en parte del reportaje. La mirada de la crónica cambiaba y el suceso, que debía ser referido desde la imparcialidad que proporciona una distancia objetiva, sería descrito desde dentro. Contaba ahora con un narrador imprevisto.
Un recorrido sinuoso
Para llegar a la entrada hay que rodear una loma y recorrer una pasarela de hierro que, se advierte en repetidas ocasiones, resulta resbaladiza y traicionera en los duros días de invierno, los que vienen con lluvia y hielo. Antes, en un edificio anexo, de arquitectura discreta pero contemporánea, hay que dejar la chaqueta y las botas, y vestirse con un mono de gasa fina, una mascarilla y unos zapatos de plástico que obligan a lavar convenientemente en una fuente próxima para limpiar el barro, la hierba y los posibles microorganismos que han podido adherirse en el trayecto.
El acceso resulta angosto, de limitada altura, y está protegido por una vieja cancela de hierro que se abre sin apenas rechinar a pesar de permanecer cerrada durante más de una década. Nada más traspasar el umbral de la entrada se percibe una bocanada de humedad procedente del interior y un aire puro, que es limpio, que no parece estanco ni rancio. Después hay que descender unos escalones artificiales, muy humanos y muy del siglo XX, antes de pisar un suelo de carácter arcilloso, terroso. Un firme, sin apenas rastros de huellas, que remite a otra época, a otros instantes de la historia.
A la derecha se aprecia una antigua entrada, por donde penetró hace más de cien años Marcelino Sanz de Sautuola, el primero en estudiar la cueva. A la izquierda, unas catas arqueológicas dejan entrever que las investigaciones iniciadas por él en el siglo XIX aún continúan. En las paredes, disimulados entre las oquedades, se distinguen los termómetros y aparatos que se usan para registrar los diferentes cambios que se producen en este delicado ecosistema subterráneo.
Hay que avanzar todavía unos pasos, rebasar otra puerta, de dimensiones semejantes a las primeras, para internarse en los pasillos de una cavidad que se adentra en la tierra, que desciende hacia su interior lentamente, en medio de un silencio duro, sólo interrumpido por el eco de lejanas gotas agua. No hay luces. Sólo las linternas que portan las guías y unas minúsculas lámparas de mano, no demasiado potentes, que los visitantes emplean para alumbrar resquicios en las paredes con la esperanza de encontrar un grabado, de identificar el rastro difuso o certero de un dibujo. Las cuevas de Altamira no desvelan sus secretos al principio, sólo muestran su grandeza geológica. Es un territorio dominado por la presencia de sombras huidizas, de recodos que encubren vagos rasgos de animales o figuras humanas que, en realidad, no son nada, sólo pertenecen al reino de la imaginación, a las fantasías y los fantasmas que uno lleva consigo mismo.
Viveza de tonos y matices
Los techos, antes cercanos, van elevándose, separándose del firme, sobre todo en una última estancia, a la que se accede después de recorrer un pasillo ancho, con paredes agrietadas y torturadas por la erosión. Una habitación lítica amplia en la que puede percibirse la atmósfera de la historia. Ahí asoman, en una concavidad, las primeras huellas humanas. Son unas manchas negras, difusas, que hace siglos dejaron las antorchas que empleaban los pobladores de la cueva. También se distingue la fisonomía tímida de un animal que asoma debajo de una cornisa y unos grabados, que parecen esconderse de la mirada y que aún pueden admirarse en el reverso de una piedra desprendida.
El recorrido es un viaje al pasado, un sendero en el que uno va despojándose de certezas para entrar en el de las interpretaciones. El hombre lleva consigo lo que ha visto, lo que ha leído, y resulta imposible entrar en el salón de policromías y contemplar los grandes bisontes sin preguntarse quiénes fueron esos hombres, cuál fue la suerte que corrieron en su vida, qué significaban para ellos los ciervos y caballos que dibujaban con pintura roja y negra, por qué los retrataban, dónde aprendieron a reflejarlos con tanto realismo. Asombra comprobar cómo estas pinturas, que aprovechan los bultos y relieves de las paredes, conservan toda la viveza de sus tonos y matices. Al observarlas se siente el peso de la historia, la emoción que todavía son capaces de trasladar los lugares que ha habitado el hombre. Las luces de las linternas recorren el muro y dotan de teatralidad a estas pinturas aumentando su misterio, mostrándonoslas, quizá, de la misma manera parcial y súbita que los artistas que las concibieron. Al salir, las figuras vuelven al seno de la oscuridad, quizá sólo por un tiempo o quizá para siempre. Un poco más adelante, en la superficie, aguardan una nube cámaras y flashes.