Aquel verano que arruinó la guerra
A pesar de los desencuentros políticos y los rumores de guerra que se extendían entre la población, muchos españoles se preparaban, después de un duro invierno repleto de tensiones, para marcharse a su habitual destino vacacional para descansar cuando se produjo el levantamiento del 18 de julio
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A pesar de los desencuentros políticos y los rumores de guerra que se extendían entre la población, muchos españoles se preparaban, después de un duro invierno repleto de tensiones, para marcharse a su habitual destino vacacional para descansar cuando se produjo el levantamiento del 18 de julio
El mes de julio de 1936 trajo una mejora, pero sólo en lo que se refiere a la meteorología. Aunque el presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, confiaba en que el periodo vacacional, con el cierre de las Cortes, diera un respiro y se calmaran algo los ánimos. Pero si bien cesaron las impenitentes lluvias de aquella primavera, las calles de Madrid y los ánimos de sus vecinos no ganaban para sobresaltos. Estaba la huelga de la construcción, derivada en una guerra de poder entre la UGT y el sindicato anarquista, que se había extendido como una mancha de aceite a los gremios de fontaneros, electricistas, transportistas y metalúrgicos. La capital exhibía por doquier las huellas de la triple apuesta de los sindicalistas –contra los patronos, contra los socialistas y contra el Gobierno burgués– en las zanjas abiertas, las cañerías rotas, las fuentes secas y las calles sin luz. Por la noche, estallaban bombas de dinamita en los edificios en construcción. Nada menos que siete explosiones se registraron en la madrugada del día 1 de julio. «Piquetes informativos», diríamos ahora. Volaban los tiros de una sindical a otra. También volaban los tiros entre las huestes de Falange y las milicias rojas. Un toma y daca: si el 3 de julio caían dos falangistas ametrallados en la terraza de un café, de la calle Torrijos; la noche siguiente eran dos ugetistas que aliviaban el calor en un bar de la calle Gravina. El miedo se palpaba mientras los periódicos, bajo la estricta censura de la Ley de Defensa de la República, esa ley mordaza que, sin embargo, no alcanzaba con sus torpes tijeras a las intervenciones parlamentarias. Y allí, en el caserón de la carrera de San Jerónimo, los diputados a derecha e izquierda se decían de todo. El líder de la minoría monárquica José Calvo Sotelo excitaba las peores pasiones con su relato conciso, casi forense, de los desmanes, asesinatos, incendios, huelgas salvajes, atracos carreteros, quema de templos y de centros sociales derechistas que los periódicos tenían vetado publicar. Listas interminables, repetidas en cada oportunidad, que si al principio eran respondidas con sarcasmos y rechiflas desde los bancos de la izquierda, acabaron por trocarse en claras amenazas de muerte.
El miedo «a lo que habría de venir» embargaba a casi todos, pero consumía especialmente a quienes estaban directamente implicados en la lucha política y se preparaban para hacer frente a lo que ya parecía inevitable.
- Destinos vacacionales
Nunca como en aquellos días se habían solicitado tantos pasaportes a la Dirección General de Seguridad. Impertérritos, los redactores de la sección de Ecos de Sociedad daban cuenta de las salidas vacacionales: «Los marqueses de Quirós y la señora viuda de Murga han partido para Fuenterrabía». «Los condes de Ruiseñada se trasladan a su residencia en Barcelona». «Luis María Cabello y su esposa han salido para El Escorial». «A Santander regresan el marqués de Casa-Pombo y sus encantadoras sobrinas; también parte a la bella ciudad don Eduardo Fer-nández Miguel».
A San Sebastián se iban el duque de la Vega y los marqueses de Valtierra. A Liérganes, don Felipe Gómez Acebo, el capitán que había hecho el primer vuelo de prueba, fracasado, con el autogiro de De la Cierva. A Altea, los marqueses de Campofértil. Pasarían su luna de miel en Mallorca María del Río Español y José Gari y Mayorga.
Viaje más comentado fue el de los vizcondes de Rocamora que se trasladaban a Cannes para pasar una temporada con Don Juan de Borbón y Doña Mercedes. También el presidente de la República Manuel Azaña preparaba el veraneo: los periódicos de Santander daban cuenta el 5 de julio de la llegada de su secretario personal, señor Bolívar, en comisión de aposentador. El norte de España, fresquito y con ese indefinible tono aristocrático era el destino de la alta sociedad madrileña. La burguesía acomodada se refugiaba en los hotelitos de la sierra de Madrid, en sus chalés de El Escorial y de Navacerrada. El norte se volvía caro en verano: mientras el hotel Bristol, en la Gran Vía madrileña, cobraba 6 pesetas diarias por una habitación con baño, en San Sebastián, el hotel Florida, en la playa de La Concha, costaba de 12 a 30 pesetas, dependiendo de si era a secas o a media pensión. Y es que los baños de mar ya hacían furor y la marca de cosméticos Elizabeth Arden Aconsejaba una crema protectora para el bronceado, mientras que Heno de Pravia recordaba que «en la playa es donde más se notan las imperfecciones del cutis». También estaban de moda los «tours» por el extranjero, cuanto más apetecibles ante la imposible situación de seguridad de las carreteras patrias, plagadas de controles del «socorro rojo» y de los distintos comités municipales a la caza de «donativos voluntarios». Los viajes eran caros: «Viajes Carco» ofrecía una gira de 17 días por los Alpes suizos e italianos por 875 pesetas. La tourné por el Rin y los Países Bajos costaba 1.020 pesetas. Más barato, como hoy, Portugal, ofertada por «Viajes Urbín», en autocar de lujo y grandes hoteles, en 355 pesetas, 13 días. Pero ayer como hoy Madrid tenía sus atractivos veraniegos, y más en aquellos días de temperaturas suaves, donde el termómetro no subía de 27 grados. Por 4 pesetas, «soiree» en la «brasserie» del hotel Nacional. En la Zarzuela triunfaban Carmen Amaya, Conchita Martínez e Inesita Pena. El teatro Eslava ofrecía la comedia «Me gusta tu mujer» con el sugerente anuncio de «magníficos deshabillees». Actuaban Laura Pinillos y Mariano Ozores.
En el cine, triunfo indiscutible de «Morena Clara», con la sin par Imperio Argentina y Miguel Ligero. Tres pesetas costaba la butaca en el Rialto. Sí. El Madrid gato trataba de sacudirse el miedo y una parte vivía al ritmo frenético de la música de baile que monopolizaba todas las emisoras de radio.
A Portugal, concretamente a Estoril, pensaba trasladarse la familia Calvo Sotelo. Siempre veraneaban en Comillas, pero la situación aconsejaba un cambio de aires y de país. La fecha de prevista de salida era el 20 de julio porque el diputado monárquico quería intervenir en la última sesión del Parlamento. No fue posible. Un comando parapoliciaco socialista, al mando de un capitán de la Guardia Civil en expectativa de destino y que pasaba el tiempo instruyendo militarmente a las milicias del PSOE, Fernando Condés, sacó de su casa a Calvo Sotelo y le pegó dos tiros en la nuca en la madrugada del 13 de julio. Dos días después, en un remoto campamento del norte de Marruecos, una compañía de regulares partía silenciosamente hacia Tetuán. En Canarias aterrizaba un «Dragon Rapide» y en Madrid, los voluntarios monárquicos de los Hermanos Miralles recogían las armas para guardar el paso de Somosierra hasta la llegada de las tropas sublevadas del general Mola.
También se frustraron otras muchas vacaciones: las de Azaña, por supuesto, las de Indalecio Prieto, que ya estaba en Bilbao con su hija Concha, y las del millar de familias madrileñas que en aquellos días tenían un hijo, un marido o un hermano en la cárcel, detenidos en las grandes redadas de «fascitas» que sucedieron al asesinato del teniente republicano José Castillo y Saénz de Heredia, perpetrado el 12 de julio, crimen que precedió, solo en la cronología, al de Calvo Sotelo. Muchos de aquellos encarcelados, y los otros miles que les siguieron, ya no saldrían vivos.