«Aristóteles, necesitaré tu amor eternamente»
«Maria by Callas», que se proyectará en el BCN Film Fest y se estrena el 11 de mayo, es un retrato humano de la diva, llena de temores, altiva, enamorada y siempre sola
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«Maria by Callas», que se proyectará en el BCN Film Fest y se estrena el 11 de mayo, es un retrato humano de la diva, llena de temores, altiva, enamorada y siempre sola.
De Aristóteles Onassis decía Maria Callas que era un hombre encantador, espontáneo y sincero. «Nos conocimos en 1957. Espero que sigamos siendo buenos amigos». Es lo que responde con pose altiva cuando David Frost, al invitarla en 1970 a su programa, le lanza la pregunta sobre la relación entre ambos. «Estoy segura de que él me considera su mejor amiga». Y pasa a otro tema. Aristo, como le llamaba, ya estaba ahí. Dice con titubeos, como si le costara recordarlo , que se vieron por primera vez en Venecia en la playa. Tiempo después aceptaría la invitación del griego a su barco (con su esposo aferrado de su brazo) junto con los Churchill. Su matrimonio con Giovanni Meneghini estaba fracturado, se rompía en pedazos y el magnate significaba la tabla a la que aferrarse, una ilusión, noches largas de conversación y vigilia. Sexo también. «Comprendí que él era el amigo que yo buscaba. No solo estaba lleno de vida, sino que era fuente de vida. Me hizo sentir liberada y muy femenina a su lado». La Callas amó al armador y se convirtió en carnaza de titular. Digamos que pisó entonces otros escenarios para los que no había estudiado. Cuando decide separarse de Meneghini utiliza una frase ciertamente despectiva, triste, tan llena de vacío como su vida de 53 años: «Se le subió mi fama a la cabeza. No fueron ni Aristo ni el dinero». En el documental «Maria by Callas», de Tom Volf, son varias las ocasiones en que esta mujer, retratada con una humanidad aplastante, completamente desnuda, se lamenta de que de ella se aprovechara primero su madre, con quien mantuvo una dificilísima relación, y después su esposo. ¿Aristo también? Quizá sí.
La entrevista que mantiene con Frost es el hilo conductor de este estupendo documental, que arranca con la soprano cantando «Madama Butterfly», una Cio-Cio San a la que se le adivinan el rubor bajo el espeso maquillaje blanco. Cantante y actriz, sobre todo. «Me crié en Nueva York y me siento muy orgullosa», aclara. Nació en 1923 en esa ciudad, aunque sus padres, de ahí la confusión, eran griegos. Recuerda entonces sus días felices de niña (se escucha, como a lo largo del filme, la voz de Fanny Ardant, la revive), cómo cantaba en la función de graduación. Una infancia que se trunca cuando su madre, sabedora de la gema que tenía en casa, se hace con su carrera. «Era la época de Deanna Durbin, de Shirley Temple. ¿Y con qué soñaba mi madre? Decidió convertirme en una gran cantante. ¿Qué iba a hacer yo, rebelarme contra un temperamento tan fuerte como el suyo?». Y no opuso resistencia. Clases de piano a los 8 años. Regreso a Grecia y entrada en el Conservatorio con un engaño, pues no tenía la edad mínima, pero era espigada. A partir de 1937 no volverá a los estudios. Llega después la guerra y esa madre controladora que apenas la dejaba mirarse en el espejo «para que no perdiera el tiempo en tonterías». «A su severidad debo mi gran experiencia artística y mi amplio repertorio». No está mal.
Cada grabación es oportuna y nos permite asistir a la evolución de Callas, escuchar su voz irrepetible, respirar su magia, acostumbrarnos a sus desplantes, a sus mohínes a veces. En esa soledad inmensa que le construyeron a Maria –siempre rodeada en el documental de gente que la lleva casi en volandas, que apenas la permite el contacto con la calle, que la preserva de no sabemos qué, que cuida equivocadamente a la gallina de los huevos de oro– sobresale una figura fundamental, Elvira de Hildalgo, su profesora de canto, amiga hasta el aliento final. «Era perfecta. Dócil, inteligente, trabajadora, perfecta. Le explicaba algo y ella siempre contestaba ‘’Si, capito’’. Llegaba la primera y se marchaba la última», responde a cámara mientras fuma. Y habla de sus enormes ojos, su boca, de ese magnetismo que poseía. Se suceden entonces Florencia en 1952, Trieste en 1953, un años después La Scala y una «Norma» inmensa, Nueva York en 1956 y Chicago. Imparable. Es la soprano diva, reclamada, adorada, única. «No hay billetes» una y otra vez. Todos quieren a la Callas. ¿Y ella cómo se siente? «Habría preferido tener una familia feliz e hijos. Creo que esa es la principal vocación de toda mujer, pero primero mi madre, y después, mi marido me obligaron a seguir. Yo, gustosamente lo habría dejado, aunque el destino es el destino y no te puedes escapar». Otra vez la «mamma» y Meneghini, el empresario ambicioso que se colgó de su brazo y después la llevó a juicio.
El año 1958 está marcado en negro en su vida, el episodio más triste que vivió: la noche oscura de Maria, cuando el público no le perdonó que no pudiera acabar «Tosca» en Roma. Tenía bronquitis y se quedó muda y aterrada, o viceversa. «Me hicieron pagar caro mis años de éxito. Me di cuenta entonces de que había empezado mi linchamiento». Es cuando la vemos flaquear por primera vez. Se derrumba sobre una sillón, se desmadeja como si no pudiera soportar tanta presión, como si no mereciera ser ahora la más odiada. Volvería a cantar en Lisboa, en Chicago. «Seguro que el tiempo demostrará lo que de verdad soy», dice. Que razón, Maria. En el Metropolitan el todo poderoso Rudolph Bing la despide, o mejor deberíamos decir que decide «cortar la relación con ella». Volverá siete años después.
Coleccionar recetas
El retrato de la mujer llena la pantalla: sale a pasear, toma el aire, pasea a su perro Toy, cocina, quiere navegar y colecciona recetas. Y se columpia como una cría pequeña que quiere llegar a lo más alto (¿acaso no ha estado ya en ese lugar?). Sonríe y mira a la cámara en películas grabadas por sus amigos, sus íntimos, sin maquillaje, con la diva ausente. Volf ha rescatado para este documental un conjunto de cartas de sus más cercanos, de su querida Elvira, fidelísima, su hombro en que llorar, las que le envía a Grace Kelly, las de Prêtre, el director de orquesta que mejor la conoció, las que mandaba a Aristo, mientras escuchamos el «Vissi d’arte» de «Tosca» o la Habanera de «Carmen». «Amor mío, sé que es un pobre regalo de cumpleaños, pero necesito decirte que después de ocho años y medio estoy orgullosa de ti. Te amo en cuerpo y alma. Y mi único deseo es que tú sientas lo mismo. Doy gracias a Dios de que te pusiera en mi camino. Necesitaré tu amor y tu respeto eternamente. Eres mi pensamiento, mi aliento, mi orgullo y mi cariño. Necesito afecto y ternura. Soy toda tuya. Haz conmigo lo que quieras. Tu alma gemela, Maria». Tremenda.
Su salud se resiente, le invade la depresión y decide mudarse a un apartamento, sin salir de París. Allí nadie la asalta con preguntas ni con fotos, puede caminar tranquila, hacer compras. Sigue carteándose con su profesora: «Estoy más tranquila, una tranquilidad que nada tiene que ver con la felicidad», le escribe. Después le llora la ausencia del amor, cuando Onassis ha conquistado a Jacquelinne Kennedy, pero le perdona. Se autoengaña. «Le acepté de nuevo. Mi aventura con Onassis fue un fracaso; mi amistad con él, un éxito».
La Callas se hace leyenda. «Yo me veo muy humana. Si no lo hubiera sido seguramente habría cantado mejor» ¿Quién prevalece Callas o Maria? Le pregunta Frost. «Me gustaría creer que van las dos juntas porque Callas ha sido Maria».