Arrabal: «No creo que al Estado español le interese mi legado»
El autor «pánico» enfrenta a Wittgenstein y Stalin en su nueva obra teatral, «El impromptu tórrido del Kremlin»
Como hizo en «Dalí versus Picasso», Fernando Arrabal vuelve a fabular con la historia en su más reciente texto teatral, «El impromptu tórrido del Kremlin» (Ediciones Antígona, 2014). El esquema es calcado: encuentro histórico y desarrollo ficticio con final emasculador. Las viejas obsesiones del fauno de nuestro teatro se repiten: sexo, poder y veneración. El dramaturgo estuvo ayer en Madrid –tenía que haber presentado la obra en la pasada Feria del Libro pero a última hora no compareció–, donde dio una conferencia en la librería La Central del Reina Sofía ante una nutrida representación de sus admiradores, firmó ejemplares y atendió a los medios.
– ¿Qué opina de Stalin y de Wittgenstein?
–Dos figuras excelsas del siglo XX. No tiene nada que ver Stalin con el resto de los dictadores. Es una especie de genio, un hombre que hizo estudios brillantísimos en el sitio más difícil de Rusia, en un seminario. Las notas que le daban eran sobre 5, y tenía siempre 5. Estaba en el cuadro de honor. Estuvo formado por gentes muy versadas, muy leídas, en un momento difícil, el de la revolución.
–Esa cara es la más desconocida de Stalin.
–No sé por qué. Se habla del monstruo. Es cierto que nos hubiera matado a usted y a mí, pero no se quiere hablar del personaje.
–Lo que pasa es que el monstruo lo eclipsa todo. Son millones de muertos.
–Cierto, pero peor que él fueron sus ayudantes, los Alberti y toda esa gente. Imagínese: Picasso, durante treinta años... Cuando le propusieron dar el premio Stalin, luego llamado Lenin, una especie de contrapremio al Nobel, a Bertolt Brecht, como era un hombre tan culto, tan conocedor, dijo: «No, no puedo darle el premio a Brecht. Estoy dispuesto a dárselo, pero no por sus obras de teatro. Desde que vino a Berlín Este, en 1945, no ha escrito ni una sola». Era un hombre que no tenía nada que ver con los bestias dictadores, como Fidel Castro o el de Corea del Norte.
–Pero fue un genocida, ese «Koba el temible» de Amis. ¿Es consciente de que su postura le sonará a provocación a mucha gente?
–Es una cosa que me repugna, la provocación. Yo no he conocido provocadores. No soy un experto, pero sí he conocido a gente a los que el mundo ha llamado provocadores, como Marcel Duchamp, pero que no lo son en absoluto. Por una sencilla razón: la provocación está al lado opuesto de la ciencia. Lo que tratan de hacer Dalí, Duchamp o Beckett es algo científico. La provocación siempre es rotatoria, inesperada y, sobre todo, incontrolable.
–Asegura en la obra: «¡Al diablo la política, el sexo y el poder! Sólo Dios es grande» ¿Esto lo dice Stalin o Arrabal?
–Eso lo dice alguien de quien hablo mucho, Kurt Gödel.
–Pero, ¿suscribe sus palabras?
–En este libro la mayoría de las cosas son verdad. Por ejemplo, Stalin quería que él [Wittgenstein] fuera profesor de la Universidad Lenin, que era el faro de la inteligencia soviética.
–¿Por qué ha elegido a ese filósofo en concreto?
–Porque Stalin escoge a los mejores. Cuando recibía era a los poetas. Tenía una fórmula. Venía Aragon y decía: «Acaba de llegar usted. Representa a la España que lucha contra el fascismo»... Siempre las mismas chorradas en las cuales no creía en absoluto. Decía lo mismo para Neruda, Alberti, soldados del imperialismo soviético.
–En la obra, Wittgenstein tiene a mano asesinar a Stalin. Hay un revólver escondido y el propio dictador le pide que lo haga. Si hubiera estado usted en esa situación, ¿le habría disparado?
–No. Yo intenté personalmente, con ayuda del hijo de Tristan Tzara, y me parece un error enorme de mi vida, asesinar a Franco con una cosa atómica. Felizmente, tanto Tzara como su hijo estaban en el Partido Comunista. Cuando él se lo comunicó al PC, éste se lo prohibió. Y me parece muy bien. Era una locura. Aunque hice otras: durante 30 años el Colegio de España en París estuvo cerrado por mí. ¿Lo sabía usted?
–¿Qué le sugiere la palabra «revolución»?
–La revolución es una broma que se repite. Los revolucionarios son personas como Stalin y Robespierre. Ellos no hablaron nunca de revolución, sino de libertad. Es un acto que se opone a la ciencia, una cosa ridícula, el recurso al pataleo. En la lista de personajes más influyentes, que se da cada seis meses, no figura ningún matemático, poeta ni dramaturgo. Pero estamos cambiando el mundo.
–En España están ocurriendo cosas. No sé si está al tanto de la situación política y los cambios, y si le interesa.
–Me los imagino.
–¿Le interesan?
-La verdad es que no.
–No le pregunto entonces por Podemos...
–No, no estoy muy al corriente. Pero lo voy a estar.
–Esta obra es una continuación, en lo formal al menos, de «Dalí vs. Picasso». Primero enfrentó a ambos pintores, ahora a Stalin y Wittgenstein...
-Sí, pero hay que tener en cuenta que no hablo de ninguno de ellos.
–¿Habrá un cierre de la trilogía?
–No sé. A lo mejor me interesaría hablar algún día de Tirso de Molina.
–¿Por qué Tirso?
–Porque es tan difícil crear un mito... El mito es una mentira que dice la verdad. Y sólo ha habido dos en nuestro mundo occidental: Don Juan y Fausto. Y uno lo hace el curita español. «El burlador de Sevilla» es un libro espléndido. Me gustaría que al fin se hablara de este problema, del que no se dicen más que grotescas mentiras. Nunca ha habido seductores, eso es un mito masculino. Ha habido tíos que tienen queridas o cosas así, porque las mujeres no son idiotas. Cuando se oye: «Ese tiene un éxito de miedo», y empiezas a rascar, es que tiene una querida o dos. Era más fácil en el siglo XIX. La gente no tenía posibilidad de tener queridas e iban con putas. Era tremendo porque contraían enfermedades venéreas y morían como chinches. Todo el mundo, todos los machos quieren joder. Por eso inventaron el asunto de las hembras en masa. A Miterrand venían las chicas y le chupaban todo el día. ¿Va a suponer que son idiotas, que sólo quieren ir y chupar a un tío y ya está, ni amor ni nada?
–Tengo entendido que tiene usted en su casa de París una importante colección. Cartas, obras de arte, originales... ¿Se ha interesado el Estado español por ese legado?
–No, creo que no. Viene de vez en cuando un pez gordo, me visitan... El embajador de España dijo que era el último de los emigrantes verdaderamente español. Pero no creo que les interese. Soy muy conflictivo. Hoy ya no existe el comunismo, aunque si yo fuera comunista, una de esas parodias... Pero no se puede aceptar a Arrabal. Al final, mi hijo, que es un doctor en Biología y no se interesa en absoluto por todo eso, lo venderá.
–Merecería, supongo, la atención de un Gobierno.
–Creo, sobre todo, que hay una serie de cuadros únicos. Lo que se me ha dado no se le ha dado a nadie. Cuando venía Dalí, o los extranjeros, Darío Fo, me regalaban un cuadro excepcional. Y Fo no pinta cuadros, que yo sepa. Pero venían a ver a Arrabal. Alguien que estuvo y está en los cuatro avatares de la eternidad. A ellos les hubiera gustado estar ahí. Y además, estuvo en la cárcel. «¡Joder, a mí me hubiera gustado estar en la cárcel». Y a su padre lo mataron los fascistas. «¡Joder!»... Pero yo no soy responsable de nada de eso. Por ejemplo, la carta a Franco. Todo el mundo escribe mucho peor. Yo escribí: «Me cago en Dios y en la patria». Pero no era nada terrible. Era una dedicatoria a un chico que me pide una dedicatoria blasfema, y el chico la va enseñando, feliz, hasta que llega a oídos de su tío, que era marino de guerra y escribe la famosa carta: «Allí donde no va el peso de la Justicia española, que se humilla ante el extranjero, irá el peso de mis puños. Hay que detener a Arrabal». La cárcel es un honor que yo no merecía. Es como la Virgen. ¿Cómo iba a imaginar que a los 17 años yo veo, o creo verla?
–¿Alguna obra notable que sería una pena que se vendiera si un Estado no interviene?
–Yo creo que el Estado está sin dinero. Vienen con muchas ilusiones aunqueno pueden hacer nada. Es una locura. Pero no hay una imposibilidad. Si yo hubiera sido un policía estalinista como Alberti hoy tendría todo eso.