Arte español de ojos rasgados
Picasso, Dalí, Degas, Monet, Manet, Toulouse Lautrec, Miró, Rusiñol, Fortuny... todos víctimas del mismo mal: el japonismo. A finales del siglo XIX invadió Europa, o, al menos aquellos que presumían de estar a la moda debían tener en su casa algún objeto procedente de aquella isla. No era de extrañar, pues en 1868 se rompió obligatoriamente (por amenazas norteamericanas) su aislamiento. Una civilización que impactó a un continente ansioso de modernidad por su cultura apenas contaminada. Tan solo se había abierto a la influencia exterior tres siglos antes y se cerró, bruscamente, ante la rápida expansión del cristianismo. España, junto con Italia, fue uno de los pocos países que logró establecer relaciones estables. Por eso la muestra se abre con obras «namban», es decir, del extrañamiento japonés por los bárbaros, es decir, por los extranjeros que llegaron a su país. Entre los tesoros expuestos (muchos provienen de colecciones privadas y rara vez se han mostrado y aún menos juntos) está la carta, en rica caligrafía, que entregó el embajador del señor feudal Date Masamune al alcalde de Sevilla en 1614 para acordar rutas navieras estables. Tras dos siglos de cerrazón, nos topamos con el retrato del príncipe Tokugawa Akitake, que dejó su país para establecerse en París. Allí prende la llama del japonismo. Rápidamente los pintores europeos empiezan a incluir los colores planos, la perspectiva inclinada... En España Fortuny fue el máximo forofo (buena prueba es «Los hijos del pintor en el jardín japonés», 1874 ), pero esta pasión también alcanza a Rusiñol y a discípulos de ambos. El pabellón nipón en la Exposición Universal de Barcelona de 1888 (que se reproduce en la muestra) sirvió para extender el gusto oriental por todo el país. Y pervivió, como muestran obra de Miró («Retrato de Enric Cristòfol Ricart», 1917, ahora en el MoMA), varios dibujos de Picasso o un biombo atribudo a Dalí, que cierra el recorrido.