Censura performativa (sic) o mi paseo veneciano por Arco
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El viernes me fui a ARCO. Sólo por estirar las piernas y el propósito de no encontrarme con la galería Helga de Alvear y evitar así contemplar a ciudadanos indignados ante una obra censurada. No soporto ver sufrir a la gente. Pero fue imposible. A esta veterana galerista le habían asignado como es preceptivo el mejor puesto del mercado: nada más entrar por el pabellón 7 me dí de bruces con ella; quiero decir, con la pared donde estuvo la obra de Santiago Sierra, ahora usurpada por otro competidor. El mundo del arte es muy cruel. Mi primera sensación la voy a exponer rápido para que nadie se lleve a engaño: deberían haber expulsado a Helga de Alvear de la feria, a sus 82 años, como una vieja desahuciada, por haber aceptado que una pieza suya, de una artista suyo –pues así hablan, tan maternalmente- y del que ha cobrado la comisión preceptiva, fuese retirada. Censurada es la palabra.
Ojalá se la vuelvan a censurar, deseé, por darle una oportunidad. Pero sólo fue una sensación. El espíritu de la ilustración es racional, no entiende de sentimientos y dice que la libertad de expresión es sagrada y debe defenderse aunque te cueste la cabeza. Lo sé, lo sé. Ahora la única sangre que corre por las venas del arte es el dinero, el líquido amniótico que permite flotar y conseguir que los ricos sean perdonados. Un ejemplo: el comprador de la obra censurada no ha tenido un descuento, ni por liquidación. Ni por cierre. Ni por defunción. Otra injusticia. Disponía de 96.000 euros, sin pedir hipoteca, y los pagó para hacer un servicio a los presos políticos. Un gran servicio.
Entiendo que nadie protestase a las puertas de la galería mancillada, ni sus compañeros de gremio suscribieran un manifiesto en su apoyo, incluso que ella, la vieja galerista, no pusiese una polaroid en la pared blanca, que es lo que se suele hacer, diciendo que “Presos políticos en la España contemporánea” ha sido censurada. Lo entiendo por lo que ahora voy a contar.
Me encontré con Miguel Ángel Cortés, el único ministro de Cultura que ha tenido el PP, aunque él era secretario de Estado, el primero que eligió al artista censurado, Santiago Sierra, para la Bienal de Venecia de 2003 –ejerciendo entonces como secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica. En realidad lo eligió la comisaria Rosa Martínez a cargo del Estado, pero Cortés le puso dos condiciones, me recordó: nada de asuntos que tuvieran que ver con terrorismo –ETA todavía no había acabado su trabajo- y no sé qué de Marruecos -España tenía un lío con el hermano alauita-, pero ni él se acordaba. Y lo cumplieron, obedientes. Quería el Estado que se demostrase que el arte español estaba a la altura del internacional –sin contar a Velázquez, Goya, Picasso, Dalí, Miró y algunos más-. Es decir, que fuese una mierda, pensé para mí. Voy a ser inmodesto: vayan a la hemeroteca antes de que no sirva de nada y lean mi crónica de aquellos días y lo entenderán.
Lo de Venecia consistió en lo siguiente: el elegido tapió la entrada del pabellón español estilo fascista –no “facha”, sino arquitectónicamente fascista de verdad, proporcional y sólido-, y sólo podía pasar quien acreditase con el documento nacional de identidad la nacionalidad española. Incluso hubo un altercado con el embajador español en Roma, que se negó a identificarse (me sonroja explicar cuál era el mensaje). Nadie cruzó los muros de ladrillo sin esa condición y doy fe porque me pasé un día entero en la puerta junto al guardia jurado, al que volvería a ver en otras circunstancias, para poder escribir mil palabras. De ellas rescato para no abrumar lo siguiente: «Santiago –dijo la comisaria– utiliza “readymades” performativos (sic), así que las personas forman parte de la obra, por lo que la reacción del embajador se integra en la performance: la obra no es sólo ese muro de ladrillo, sino todos los accidentes que pasan en torno a ese muro».
Pues exactamente esto me vino a la cabeza cuando me enteré que se había retirado o censurado la obra de Sierra en ARCO y luego me encontré a unas cuantas personas compungidas: se había puesto en marcha el “readymade performativo” en el que todos forman parte de la acción (me excluyo porque yo firmo), los que se indignan, los que maldicen a la galerista por aprovecharse de la publicidad, incluso el propio artista, que ha cogido el dinero y no se ha vuelto a saber nada más de él tras cumplir su misión performativa. Y el comprador, el que con su dinero acaba dando sentido a toda la cadena. ¿Insustancial? ¿Líquido? ¿Espeso?
En aquella Bienalle de 2003 tuve una experiencia que siempre he querido contar; creo que ha llegado el momento. En aquellas crónicas de entonces no fue posible decir nada porque no tenía percha. Fue lo siguiente. La tradional fiesta del certamen se celebró en una aerodromo del Lido, en la punta norte de este melancólico brazo de mar donde es fácil sufrir una bajada de tensión –y, dicho sea de paso, donde es difícil tomarse una copa como dios manda por los malditos dosificadores. Cogí el vaporetto, una vez enviada mi crónica, ya anocheciendo en Sant Elena, junto al hotel del mismo nombre, en la Calle Canaro, una zona popular y tranquila, donde solía alojarme. Llegué no más de quince minutos más tarde a la orilla del Lido, en la Riviera de Santa Maria Elissabetta, junto al Templo Votivo Della Pace Di Venecia y su cúpula esmeralda –qué ganas tenía de contarlo: es lógico que entonces no tuviese espacio para estos detalles, sin percha, además- y me puse a andar, más de lo esperado.
En la oscuridad más absoluta empezó a llegar el sonido de la música, lo que me orientó, hasta que di con el aerodromo Nicelli, la vieja terminal, hoy restaurante, y la pista abandonada cubierta de hierba, donde se celebró la fiesta. Extraño el olor de las antorchas alumbrando la noche. Aquello era una absoluta locura. Tocaba un grupo que vestía el tradicional gorro ruso de piel y orejas, el ushanka, botas militares mal acordonadas –y aún así con pantalón corto- y daban botes como simios. La música era ensordecedora y la gente se amontonaba en la barra como pobres refugiados que ansiaban cruzar una frontera, regentada por una familia al completo, padre, madre, hijos, primos, cuñados, yernos, abuelos, absolutamente desbordados –las copas eran gratis, claro- y para calmar la impaciencia la gente cogía por su cuenta botellas de una vitrina en lo alto de la barra, bebidas exóticas y otras del rico repertorio de aperitivos y licori italianos, sin hacer caso a los ruegos de los dueños que asistían perplejo a cómo unas hordas amantes del arte arrasaban su patrimonio. Llamé la atención a más de uno, exigiéndoles que dejaran las botalles en su sitio. Ya para entonces bebían a morro, también como simios. Fue entonces cuando reconocí al vigilante que se encargaba de velar por la entrada de la gente en el pabellón español de la Bienal, vestido de paisano, que me había contado muchas de las incidencias de sus guardias para mis crónicas. Salimos del aerodromo y desistimos de coger un autobús, también abarrotado de artistas, comisarios, expertos, críticos, diletantes gorrones capaces de pisarle la cabeza a cualquiera con tal de conseguir una plaza. Volví con el vigilante al embarcadero y cogimos de nuevo el vaporetto de regreso a Venecia.
Así es el arte, o también es así, por no cargar más las tintas. No hace mejor a nadie, incluso puede embrutecernos aún más: es lo que tiene mantener alguna conexión con la divinidad. No despierta ningún espíritu de justicia, solidaridad y compasión. Puede que al contrario. No me extraña que Helga de Alvear no haya hecho el menor gesto de resistencia, ni ella ni nadie. No hay nada que defender porque todo forma parte de ese gran “readymade performativo”. No hay censura, simplemente se ha puesto en marcha un dispositivo que ha desencadenado una repulsa de ínfima intensidad. Ya no hay público, sino expertos –así lo advertió Benjamin-, gente que participa de esa operación publicitaria desencadenada en este caso por el negrero Santiago Sierra: que no se olvide que ninguna de sus “piezas” está hecha con sus manos. Trabaja a plano y por encargo.
De nuevo en ARCO. Fui a ver, como hago todos los años, a mi amigo Carles Taché –yo también me puse corbata de lana-, pero no puedo reproducir lo que me dijo. A él le censuraron la primera obra de ARCO: un águila negra disecada, obra de Jordi Benito. Era 1994 y se presentó la Guardia Civil –lo que hubiera dado Sierra para que hubiesen actuado en su performance- en defensa de una especie protegida. Al menos Taché puso la susodicha polaroid explicando lo sucedido.
Todo este asunto me ha servido para volver a un libro de mi admirada Iris Murdoch, “El fuego y el sol”. Son unas conferencias que dictó en Oxford en 1976 sobre por qué Platón aconsejó desterrar a los artistas. Ella misma se preocupa de matizar esa opinión. Lo que dice es que si un poeta visitase el “estado ideal” “se le escoltaría cortesmente hasta la frontera”. Es lógico. ¿Para que sirven los artistas en ese estado idílico habiendo vino y amor? Lo lógico es pensar que el artista debe estar siempre en la frontera y no dentro de la ciudad beneficiándose de sus halagos, del oro y de la posibilidad de maldecir sus beneficios.
Qué delicia leer el “Ion” ahora. Le pregunta Sócrates a ese experto en asuntos homéricos si sabe algo de medicina, navegación, tejidos o carreras de carros, los temas tratados en su poema. Le costó reconocerlo, pero al final Ion admite que sus conocimientos son “generalidades”. Así lo recoge Murdoch: “Tal vez no sepa mucho de cuadrigas pero sí sabe hacer llorar al público, y cuando lo consigue se ríe para sus adentros pensando en el dinero que va a ganar”.
Cuando asisto a estos actos de salvación colectiva por el método del sacrificio performativo del artista (sic), siempre me acuerdo de Alfonso Pérez Sánchez, quien fuera director del Museo del Prado, un sabio. Dimitió de su cargo en 1991 en protesta por la intervención española en la guerra del Golfo Pérsico. El único representate del mundo del arte –en este caso de la alta cultura española y universal- que haya honrado su saber con un trago de cicuta. Después de todo, el arte es la sublimanción de la mentira.