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El milagro de Van Der Weyden

larazon

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El Museo del Prado dedica su primera exposición al pintor reuniendo «El descendimiento» y «El calvario».
¡Rogier van der Weyden es uno de esos artistas que encubren con su maestría la tragedia y el dolor de las escenas que representan. Sus capacidades pictóricas retienen el ojo del espectador en la belleza, que ejerce casi como un barniz impenetrable, capturando la mirada en los colores, el equilibrio geométrico de sus composiciones, el virtuosismo de los ropajes, la emotividad de las figuras. Al fondo de este talento, vibra el drama, el hijo crucificado, el dolor de la madre, la desolación de los amigos próximos. «El descendimiento», para el religioso, el hombre de fe, todavía conserva el sentido de su mensaje bíblico primitivo, original; el ateo, desprendido ya de creencias y oropeles teológicos, puede vislumbrar entre los pliegues de esa historia asuntos esencialmente humanos, como el sentimiento de la pérdida, la injusticia, el sufrimiento de muerte, el sacrificio que implican los ideales, la terrible aceptación que conlleva siempre lo inevitable. La pintura nació como una respuesta del hombre a su pretensión de atrapar la realidad en una superficie; atraparla en unas líneas, en una gama de cromatismos. Van der Weyden (Tournai, 1399-Bruselas, 1464) descubrió su capacidad para reproducir la naturaleza muy pronto y no tardó en centrar su interés en aspectos menos descriptivos y profundizar en lo emotivo. Convertía así su pintura, de un tremendo impacto visual, en un intento de dar forma a abstracciones, intangibilidades, como la devoción, el amor maternal, la esperanza, la angustia, la amistad, la resignación.
El Museo del Prado ha reunido en una exposición las tres únicas piezas, confirmadas documentalmente, que pertenecen a este artista, el más importante, junto a Jan van Eyck, del Renacimiento del norte de Europa: «El calvario» (que generalmente se encuentra en el Monasterio de El Escorial), «El tríptico de Miraflores» (procedente de Berlín) y «El descendimiento» (que alberga la colección de la pinacoteca madrileña). Ni siquiera su autor, a lo largo de su vida, pudo contemplar juntas esta terna de magníficas piezas, que forman el corpus más exquisito de su carrera. Junto a ellas, pueden verse, además, otros trabajos de él (identificados a partir de otros cauces diferentes a los textuales), como el «Tríptico de los Siete Sacramentos», que ha prestado el Koninklijk Museum Voor Schone Kunsten de Amberes, y «La Virgen con el niño» (llamada la «Madonna Durán»), de El Prado. Además, se han incorporado una serie de piezas que alumbran la influencia que tuvo su maestría en Europa y los Reinos Ibéricos. Esta muestra parte de la oportunidad que supuso la restauración de «El calvario» en los talleres de El Prado. El cuadro, una tabla de 323x192 centímetros, ha sobrevivido a toda clase de avatares y circunstancias a lo largo de su vida: Felipe II la trajo a España, lo que, con toda seguridad, hizo que se salvara de la destrucción durante las guerras iconoclastas en Scheut, donde se encontraba; aguantó el exceso de calor del incendio de El Escorial en 1671 (que dejaría secuelas), unas intervenciones de restauradores que, en ocasiones, perjudicaron su conservación y una caída, antes de 1924, de la que proceden los daños de la mitad inferior de la obra: pérdida de pintura y unas evidentes fisuras. Sus propias características –un conjunto de trece listones de madera colocados horizontalmente para, paradójicamente, concebir un cuadro vertical de una altura inusual– la convertían en una obra frágil. Y todos estos percances habían dejado heridas y secuelas visibles cuando llegó al museo madrileño.
La finalización de este trabajo de conservación –que ha intentado recuperar al Van der Weyden que había quedado oculto bajo los repintes y añadidos– ha dado pie a la presente muestra en la que se puede volver a apreciar el gusto por el detallismo del gran maestro, incluso aquellos motivos que son difíciles de apreciar por el visitante, un rasgo inherente a los grandes artistas, más pendientes de sus propias exigencias que de las miradas de otros. Este conjunto de piezas deja entrever la deliberada ambigüedad que Van der Weyden introdujo en su obra. Resultó un pionero al romper con una pintura narrativa para jugar con nuevas fronteras. Cuando se observan la «Madonna Durán» o «El descendimiento», ¿qué se ve? ¿La imagen de una estatua? ¿Una representación teatral? El artista no titubeó en forzar los límites existentes entre pintura y escultura, y proponer nuevos caminos. Muchas veces, la verdad asoma entre las rendijas estrechas de una falsa realidad. Y Van der Weyden da la impresión que conoce esa máxima. Bajo las capas de realismo de sus composiciones, pueden distinguirse las «falsificaciones» que impone su verosimilitud, como el Juan Evangelista de «El descendimiento», que incorporado no cabe en la tabla, o, en esa misma pieza, una cruz imposible que adecúa al marco o la superposición de unas figuras en un fondo algo angosto para que entren.