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Lauder: del maquillaje a Picasso

El coleccionista, que acaba de hacer una donación histórica al Metropolitan, destaca su deseo de compartir el arte
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Entra en la sala con un porte de caballero inglés, y eso que no lo es. Leonard Lauder (presidente emérito del Museo Whitney y de Estée Lauder Companies) acaba de donar su imponente colección de arte cubista al Metropolitan («un museo enciclopédico más o menos como el Prado», comenta), una apabullante selección de casi 80 obras que cualquier centro mataría por colgar de sus paredes y cuyo valor ronda los mil millones de dólares. Fue hace unas semanas y la noticia dio la vuelta al mundo, ya que se trataba de la cesión más importante realizada por un particular a un centro de arte. Si Nueva York tenía alguna laguna en cuanto a obras del siglo XX, ahora se puede decir que está colmadas. Leonard Lauder, invitado por La Fundación Arte y Mecenazgo, que impulsa La Caixa y que preside Leopoldo Rodés, viajó a Madrid para pronuciar la conferencia «Conservar, no poseer». Su apellido denota cuál es su procedencia: el mundo de la cosmética. De hecho él repitió varias veces durante el cuentro que «aunque parezca mentira, ustedes se preguntarán qué tiene que ver el mundo de las barras de labios con los cuadros». Lo dice sin inmutarse y consciente de cuál es su poder. Coleccionista desde pequeño (empezó con tarjetas postales, algunas de la guerra civil española, y carteles), a medida que creció quiso «devolver a mi país algo de lo que me había ofrecido». Estudió en escuelas públicas hasta que llegó a la Universidad privada. «Quería hacer algo por los demás», asegura. Y claro que lo hizo, sobradamente.
Consorcio de museos
Cuando se le pregunta si cree que hoy se puede hablar de una burbuja en el mercado del arte dice «que no se sabrá hasta que no estalle». Insiste una y otra vez en su idea de «coleccionar para compartir, no para almacenar o poseer», y esa idea fijada a fuego es la que ha puesto en práctica. Quiere compartir algunos de sus métodos, como el que algunos museos del mundo compren obras «por consorcio», como es el caso de una obra imponente de Bill Viola, adquirida a partes iguales por tres grandes museos (Whitney de Nueva York, Pompidou de París, y Tate Modern), lo que significa que cada cierto tiempo cuelga de las paredes de cada uno, que la van rotando, una idea que podría exportar a Europa y hacer parada en España. Años luz separan a los coleccionistas de EE UU de los europeos, comenta, y no cree que se deba solamente a una cuestión fiscal, aunque lo sitúe en primer lugar, «también hay que hacer que un acto como la donación se convierta en algo agradable y placentero y utilizar la imaginación, porque un museo tiene el poder y la estrategia que tiene sus fondos».
Mide el tiempo con una cartabón y después de cuarenta minutos más o menos consulta su reloj de correa de color rojo y da por terminado el encuentro. Y uno, entonces, se da cuenta de que se queda con ganas de mucho más porque tanto amor por el arte (un arte sin aditivos y sin maquillaje) sabe a bastante poco.
Una donación con pocas condiciones
No se explaya demasiado sobre su millonaria donación, quizá porque la ve como el final de un trayecto lógico: «Yo lo tengo, yo lo comparto con el mayor público posible». ¿Condiciones especiales? «muy pocas, porque no puedes dejar maniatado al museo: en 2014 se hará una exposición en el Metropolitan y en 2017 ó 2018 pondremos en marcha una muestra itinerante», adelanta.

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