Si Brunelleschi levantara la cabeza
La querencia de los seres humanos por inmortalizar su paso por cualquier lugar con algún garabato se remonta ya demasiado tiempo. Una de las «firmas» más famosas es la que dejó el poeta inglés lord Byron en una de las columnas del templo de Poseidón, erigido en el siglo V a. C. en el cabo Sunión, en el Ática, el mismo de las leyendas mitológicas. Wikipedia es testigo de que aquel hombre no tuvo mejor idea.
No es, por tanto, de extrañar que si los más distinguidos prohombres de nuestra civilización sentían la necesidad de tal cosa, los demás, muchos de ellos, sigan sus pasos. El fenómeno de los grafitis es global o, como se dice ahora en otro contexto, viral. No hay quien le pare, porque además tiene buena crítica en líneas generales. El problema es que el «artista» anónimo de turno ya no distingue y puede dejar su impronta tanto en un edificio de cualquier barrio marginal romano como en la catedral de Florencia, patrimonio de la humanidad y obra maestra del arte gótico y del primer Renacimiento italiano, como es el caso.
Las autoridades italianas han emprendido una operación de limpieza de la joya toscana y al mismo tiempo han ofrecido a los adictos al grafiti grabar su marca en el templo pero en formato digital. Hasta la fecha se han dejado unos 18.000 mensajes virtuales, lo que está bien, pues se sacian obsesiones.
Con todo, ni Brunelleschi –autor de la grandiosa cúpula del templo– ni Giotto –maestro del «campanile»– ni Ghiberti –creador de las famosas puertas de bronce de baptisterio de San Juan– entenderían el empeño –más bien, trastorno– de algunos por ensuciar su sublime creación con mensajes o signos pueriles en lugar de disfrutar, de empaparse para siempre, de la majestuosidad del monumento que les envuelve.
Son como esos japoneses –siempre son ellos– que convierten su paso por, digamos, nuestra Alhambra en 1.250 selfies y luego no son capaces de recordar el Patio y la Fuente de los leones ni puede que Granada