Una lección de dibujo en El Prado
La pinacoteca nos enseña su fondo de obras en papel días antes de presentar la exposición de dibujos españoles del British Museum
El dibujo proviene de la idea primera, inicial. Después llega la pintura, el óleo, que es una reflexión más meditada.
El dibujo proviene de la idea primera, inicial. Después llega la pintura, el óleo, que es una reflexión más meditada. Pero con el esbozo rápido, urgente, el artista recoge la impresión efímera, el vértigo de una intuición fugaz, la inmediatez de una imagen imprevista, como solía hacer Leonardo da Vinci, ese anatomista de los gestos que apuntaba en sus cuadernos la mueca del tabernero, el grito del soldado, la risa obscena de la burla. La espontaneidad del trazo es una de las formas del pensamiento, una manera de ahondar en el conocimiento de la realidad. Francisco de Goya encontraba en el lápiz graso la libertad que no le permitía el pincel a sueldo, el retrato de corte, los cartones para tapices. «¿Cuál era su objetivo? Expresar lo que veía en el mundo. Ahí se encuentran sus principales preocupaciones: la mentira, los abusos de poder, el sufrimiento de los desfavorecidos, la violencia, la vejez, la educación, la irracionalidad. Él no escribe, lo dice todo a través de estas obras, que son más íntimas».
La gran excepción
José Manuel Matilla, Jefe del Departamento de Dibujos y Estampas del Museo Nacional del Prado, permanece delante de una mesa salpicada de estampas, de libros, como un ejemplar de «Los anales de los artistas en España», de William Stirling, de 1848, el primer manual de arte ilustrado y que está dedicado, precisamente, al arte español. De pie, señala un pequeño dibujo de Goya. Una figura de expresión bufonesca que sostiene un pie suspendido en el aire, como si estuviera en un baile. A su lado puede apreciarse un perfeccionista retrato de Miguel de Muzquiez trazado a lápiz y una sanguina, un sintético y expresivo paisaje con una cascada, ambos, también, del pintor de Fuendetodos. «Él es una excepción en España –apunta Matilla–. No hubo nada igual antes y, durante mucho tiempo, tampoco después. Goya usaba la pintura para los encargos; las pinturas pequeñas, para su pensamiento; con las estampas y grabados pretende llegar a muchas personas; pero luego tiene los dibujos privados, los que reserva para él y no muestra a nadie, o sólo a sus más estrechos amigos. Es aquí donde asoma su mundo personal. No existe autocensura. A veces, como en los grabados, lo completa con un texto muy escueto».
La pinacoteca madrileña presentará este martes una exposición dedicada a los dibujos españoles del British Museum. «Es como una pequeña historia del dibujo español», explica Matilla. Es la primera vez que sale esta colección, una de las más importantes que existen en el mundo, fuera de Inglaterra. Es un recorrido desde el siglo XVI hasta comienzos del XIX; desde Berruguete y los italianos que trabajaron en El Escorial hasta Velázquez, Carducho, Alonso Cano, Pacheco, Murillo, Zurbarán, Luis Paret y Goya, entre otros. «Son muy completos, de muy buena calidad y están muy cercanos ya a la pintura final, algo que apreciaban los coleccionistas».
–¿Por qué quedan tan pocos dibujos de españoles?
–Aquí se utilizaban mucho. Para la mayor parte de los artistas españoles formaban parte del proceso creativo.
–¿No existía una conciencia clara de su valor?
–En España se ha dibujado mucho. Se hacían, pero no se conservaban. Sabemos que Murillo entregó un álbum y que Alonso Cano, cuando quería dar una limosna hacía un dibujo y lo entregaba para que se vendiera. El dibujo es la base del aprendizaje de un artista.
El Prado, junto a la Biblioteca Nacional, es la institución que conserva más obra en papel de artistas españoles. El Gabinete de Dibujos y Estampas abarca desde el siglo XV hasta el XIX, justo el mismo arco cronológico que la muestra del British Museum. Su núcleo central procede de las Colecciones Reales. En 1931, se sumaría el legado que había reunido Pedro Fernández Durán. A este conjunto se han añadido las adquisiciones, lo que da un total de 8.750 dibujos. Hay piezas de artistas italianos (uno de ellos es de Miguel Ángel y está relacionado con la Capilla Sixtina), flamencos, franceses y, por supuesto, españoles, como Juan de Juanes, Zurbarán, Alonso Cano, Valdés Leal, Ribalta, Claudio Coello, Murillo, Ribera.
–¿Y Velázquez?
–De Velázquez no hay casi dibujos. Nos han llegado muy pocos. No sabemos si los destruía, si dibujaba poco o no lo hacía. Su maestro, Pacheco, era un excelente dibujante. En su estudio dibujó bastante, así que suponemos que en algún momento, sí que hacía dibujos, pero no sabemos si no deseaba conservarlos.
Matilla explica que el dibujo se empleaba para presentar proyectos artísticos, para aprender a pintar, para el estudio de los objetos y del cuerpo humano y sus posturas. «Es la herramienta para fijar una idea». Entonces, el gusto prefería la obra completa, finalizada, sin inexactitudes molestas. Hoy se aprecia justo aquello que se infravaloraba o no se apreciaba: la sugerencia de lo inacabado, la inexactitud de la duda, la belleza de los «arrepentimientos», la frescura y la ligereza del trazo que viaja por la superficie sin el peso que supone siempre el juicio del patrón, de la historia, de una posible inmortalidad o de una posterioridad de centurias.
–Este es uno de mis favoritos– asegura Matilla.
Es un desnudo femenino, una figura recostada. Su silueta de líneas sinuosas y sugerentes contrasta con la arquitectura de líneas exactas y rectas que la enmarca.
–Es de Alonso Cano» –prosigue Matilla–. Es muy valioso porque esta temática es reducida. Y es muy bueno.
Ribera, comenta después, «dibujaba por la necesidad de dibujar»; Murillo, «por tanteo, más comercial, aunque me interesa mucho su manera de ejecutar»; Carducho «es muy interesante»; Goya «es el primero que comprende realmente la autonomía del dibujo». Goya siempre supo expresarse con grandeza en lo pequeño. Ahí están sus tauromaquias, en las que daba una imagen impopular de la fiesta; o de la guerra, que reflejaba sin su atávico heroísmo. Sus dibujos, estampas y grabados era una sedición silenciosa, una rebeldía contra la tradición y los cánones impuestos. A través de los dibujos del Prado se comprende cómo trabajaban los artistas, ha quedado testimonio de los decorados de las fiestas, retratos de hombres con nombre y sin nombre. En el Gabinete, Matilla señala otra obras. Se entretiene en ellas como si las estuviera examinando por primera vez, acercándose y alejándose. Enseña «Retrato de caballeros», de Juan Carreño; «El juicio final», de Francisco Pacheco, una obra curiosa, compuesta de una infinitud de papeles que se han unido y que completan la pieza; «La coronación de espinas», de Ribera; y «La expulsión de los moriscos», de Carducho. «De esta obra no se conserva la pintura. Sólo sabemos cómo era aproximadamente por el dibujo que él dejó. Ésta es otra de las utilidades. Nos sirven para conocer pinturas que han desaparecido». «Se ha dibujado en toda España. Existían diferentes escuelas, la madrileña, la valenciana...», añade con un tono reflexivo, como si deseara aclarar la escasa obra en papel que nos ha llegado en comparación con artistas de otras naciones, de los que se conservan más testimonios de su habilidad con el lápiz. «Goya –asegura después, terminando así con el mismo artista con el que comenzó la visita–, corregía poco. Desde el principio lo tenía claro. Sólo incluía matices, unos pocos cambios». Al salir, sobre la mesa, quedan los dibujos. Expresan el comienzo de una obra. Y, en ocasiones, también el final de una vida. Como esa estampa de vejez de Goya que reza: «Aun aprendo».