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Vanguardia a la italiana

La Fundación Mapfre de Madrid ofrece la primera retrospectiva sobre el divisionismo, un movimiento autónomo del puntillismo que se desarrolló en Francia, con el que compartía la teoría de la luz y el color, y que conduciría a las primeras vanguardias del siglo XX y al futurismo de Marinetti y Umberto Boccioni.
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El futurismo, una revolución en toda regla en el mundo del arte, hunde sus raíces en el divisionismo, un movimiento autónomo. A él dedica la Fundación Mapfre una de las exposiciones más ambiciosas de la temporada, con obras de maestros como Balla, Boccioni, Marinetti, Previato y Segantini.
Toda nación joven comienza atalayando el porvenir con una estética propia, innovadora, que aspira a independizarse de viejas fórmulas y cánones heredados, y le ayude a avanzar sobre su horizonte. La autoafirmación no es más que el crimen consentido del padre, incluso del artístico. El divisionismo comenzó deshaciéndose de antiguos realismos, repudiando ese exceso de romanticismo caduco que recibían de las décadas del «Risorgimento». La Italia recién unificada requería de una predisposición inédita, una manera distinta de contemplar el arte; de un estilo revitalizante, moderno y transgresor que rompiera con la vieja estatua, con el dibujo obsolescente, y se identificara con las metas, ideales y propuestas del país recién nacido.
Si los pintores franceses encontraron su inspiración rompedora en los tratados ópticos de Chevreul, los italianos vieron en las enseñanzas de Rood, que había atendido los efectos lumínicos de la irradiación en sus estudios, y así se adentraron por un camino imprevisto que les condujo hacia una insospechada y vanguardista modernidad. Lo suyo fue un «puntillismo», pero a la italiana, que apostaba por la descomposición de los colores, por una paleta de cromatismos puros, pero que aplicaban con líneas ondulantes, serpentinas, lo que añadía cierta sensación de movimiento que no hay en las telas de Seurat y la escuela francesa.
- Una aventura propia
El tópico dicta, en este caso, casi impone, que lo moderno proviene de Francia, de los impresionistas y su magisterio de la luz. La Fundación Mapfre recupera ahora a esta generación de artistas independientes que, orillando esas tendencias imperantes, persiguió por cauces individuales su propio destino. Con préstamos procedentes de cuarenta colecciones y museos, se muestra aquí la aventura de estos artistas, muchos desconocidos en España, que partieron de la naturaleza inmediata y, tras pasar por el simbolismo, desembocaron en la corriente de la abstracción.
Estos pintores principian, co-mo sus vecinos galos, rechazando las escuelas, los museos, los academicismos, y salen a los espacios reales para culminar el óleo que se traen entre manos, la composición que ya no puede esperar más. No se conforman con la anécdota del detallismo, quizá por caer en lo pintoresco, o con el estudio científico y frío del alba o el anochecer de turno. Aspiran a someter la teoría intelectualizada a la causa social, política y urgente. Apuestan por una obra comprometida, apremiante, donde enseguida alborean las preocupaciones de la época: el auge de las ciudades, las prisas, las masas, los transportes modernos, las premuras del tiempo, las desigualdades, las injusticias de clase. Lo que emerge como una preocupación estilística, una renovación cultural, enseguida deviene a convertirse en una concienciación involuntaria de los excluidos y los desfavorecidos, de los marginados y afectados por ese capitalismo industrial, naciente, que contagiará de una primera desilusión a esa Italia unificada. Sus lienzos vienen a reflejar muy pronto los enfrentamientos entre los proletarios y los patrones, la distancia real que supone la distinción entre «trabajadores» y «burgueses», las manifestaciones obreras y callejeras que acaparan la atención y que llenan las plazas, como se aprecia en «Il Quarto Stato», de Giuseppe Pellizza, esa pintura icónica, que es casi un himno, una bandera de la lucha del trabajador y que abría la escena inicial de la película «Novecento», de Bernardo Bertolucci. Este compromiso de principios de la década de 1890, que alientan creadores como Morbelli, Longoni –quien fue procesado por «instigación al odio entre las clases»– o Nomellini, cuyo nombre se incluyó en uno de los procesos que se dirigieron en ese periodo contra los anarquistas. Estos hombres compartían la creencia de que los artistas no eran vulgares imitadores de la realidad. Para ellos, el pintor es «un portador de ideas», alguien capaz de agitar las inteligencias dormidas, aplacadas por el conformismo.
Esta vertiente desafiante del divisionismo que dejó cuadros impregnados de cierto dramatismo, como «Reflexiones de un hambriento», de Longoni; «La Navidad de los que se quedan», de Morbelli; «El ahogado», de Giuseppe Pellizza, o «Lágrimas», de Mentessi, quedó eclipsado por el simbolismo, de carácter lírico, panteísta, que iría relegando a esta vertiente a un plano intrascendente, nimio.
Así este posicionamiento crítico quedó sepultado bajo la sombra de los arquetipos de una supuesta espiritualidad, de una trascendencia hecha de imágenes y referencias. Hasta que llegó el grito del futurismo, estadio último de esta evolución, con su estética de la máquina: «Un automóvil de carreras con su capó adornado con gruesos tubos pa-recidos a una serpiente de aliento explosivo; un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la victoria de Samotracia». La tecnología, el progreso, la novedad –«¡Quiero lo nuevo, lo expresivo, lo formidable!»– marcaría lo visual a partir de entonces. Es la arrogancia del acero y la velocidad, de la tecnología, del vértigo de la vida que agitó la década de los veinte. Boccioni descubre el suburbio, las periferias fabriles, que irán influyendo en una manera de tratar la luminosidad, que en el hierro, en el humo de la fábrica, en el cristal de la ventana hay que tratar de una manera distinta, bajo una óptica diferente. Si Boccioni cuenta con una gama amplia de tonalidades cálidas para su «desnudo de espaldas», también, pronto, concederá al blanco y negro un protagonismo desasosegante en «Muchacha leyendo».
La pintura irá recogiendo el trasiego de estos años acelerados de propuestas y pintura. De la descomposición del color se pasa a la descomposición de la forma, y aquí es donde se encuentran los artistas con la abstracción. Carlo Carrà, con «Lo que ha dicho el tranvía», es un ejemplo de estas existencias de horarios y transportes públicOs, y Luigi Russolo, con «La rebelión», que alude ya a la masa y anticipa ya los fascismos venideros.

Una diferencia esencial

Beatrice Avanzi, junto a Fernando Mazzocca, comisaria de esta exposición, insistió ayer en separar el divisionismo italiano y el puntillismo francés. Aunque comparten semejanzas, y la luz es el foco esencial en el que se concentraron estos artistas, comentó que la manera de tratar la luminosidad es muy distinta entre los pintores de un país y otro. Además, los italianos, señaló, decidieron separarse de una pintura hecha de puntos, que creían menos adecuada para sus propósitos, y optaron por una pincelada larga, de líneas.
- Dónde: Fundación Mapfre. Madrid. Paseo de Recoletos, 23.
- Cuándo: hasta el 5 de junio.
- Cuánto: gratuita.