Zurbarán, hágase el color
La nueva mirada que ofrece el Museo Thyssen romple clichés e incide en la rica paleta de color y su enorme modernidad. El extremeño fue mucho más que un pintor religioso
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La nueva mirada que ofrece el Museo Thyssen romple clichés e incide en la rica paleta de color y su enorme modernidad. El extremeño fue mucho más que un pintor religioso
Y el color se hizo. Escribe Odile Delenda, una de las dos comisarias de esta exposición, junto con Mar Borobia, que «no parece que hubiera antecedentes artísticos en la familia de Zurbarán. Según Palomino (1655-1726), Francisco había empezado a estudiar pintura con uno de los discípulos extremeños del “Divino Morales”, antes de ser enviado por su padre a Sevilla para que aprendiera allí el oficio de pintor». A juzgar por sus primeros trabajos, fue un alumno avezado. Coincidió en la capital andaluza con Juan de Roelas, Francisco Pacheco, Herrera el Viejo y Alonso Cano. Y con Diego Velázquez también. No fueron rivales, explica Delenda, como se ha transmitido erróneamente, sino amigos. Éste es uno de los sambenitos que «Zurbarán: una nueva mirada» pretende desterrar en su espectacular recorrido por el Museo Thyssen. Sesenta y tres obras, no hacen falta más, la mitad de ellas no vistas en Madrid o raramente expuestas, para dar fe de que el artista extremeño nacido en 1598 en Fuente de Cantos (sólo dos años antes que viniera al mundo el autor de «Las meninas») es bastante más que el pintor de monjes, capuchas, fondos oscuros y temáticas religiosas. El abanico se abre considerablemente para situarle como «un artista moderno, muy moderno, tremendamente colorista. Se le ha denominado el ‘‘caravaggio español’’, aunque no es así exactamente. De su mano se mostrará una pintura nueva, diferente, que va cambiando con el gusto, que cuida los detalles, mima las telas, por ejemplo, los paños, los adornos, cada ornamento. Hay luz en sus lienzos, mucha», asegura con entusiasmo la experta, una de las grandes expertas en la obra del pintor a quien define, también, como «obediente con sus encargos», pues sus clientes le decían qué querían y él ponía en marcha la maquinaria, es decir, a los artistas que trabajaban en su taller y le ayudaban: «Piensa que le podían encargar 21 o 23 cuadros de un convento para que los realizara en un año y era imposible que él solo los pudiera acabar», explica Delenda, quien define su estilo como «bastante marcado».
Órdenes eclesiásticas masculinas
Zurbarán trabajó no solamente para las órdenes religiosas, aunque sólo acapararon gran parte de su producción, «para las masculinas, pues las monjas no estaban acostumbradas a esa fortaleza tan marcada que exhibían las figuras de sus cuadros», señala. Recibió, no obstante, un buen número de encargos privados. La exposición se ha ordenado de manera cronológica; abarca así desde su periodo de juventud hasta la plena madurez de quien tuvo el don –Delenda dixit– de «sacralizar lo cotidiano». Mejor definición es imposible. En cada lienzo, casi en cada lienzo, se atisba un bodegón: una mesa con algunos objetos encima, como una pareja de peras que se sostienen en difícil equilibrio, un libro, un pequeño jarroncito con unas flores (en ese retrato de la Virgen niña en pleno sueño que es una delicia). Ordena los objetos y los arracima sin que le tiemble el pulso. Cada afirmación de la experta es asentida por Borobia, comisaria de Pintura Antigua del Museo Thyssen. Hay fondos imponentes, como el del poco conocido «San Juan Bautista», de 1659, óleo perteneciente a una colección privada cuyo paisaje, que divide un árbol en el centro, tiene más que ecos de Patinir en los intensos azules, que el artista había podido ver en la Corte, en las rocas escarpadas, también. Es de parada obligatoria. El foco de luz dibuja una perfecta figura del Bautista, que mira al cielo mientras su figura se recorta en el fondo, lo que se aprecia, por ejemplo, a la perfección en uno de los primeros cuadros que introducen la visita, en «La visión de San Pedro Nolasco» (1628-1630), en el que la figura literalmente recortada (como si de un collage se tratara) acapara la mirada de inmediato. Muy cerca cuelga otra obra muy poco conocida, de una belleza simple, detenida, con esa fortaleza que nombran las comisarias, «San Serapio» (1628).
En 1988, la gran antológica celebrada en el Museo del Prado puso al día los estudios sobre el pintor, sin embargo, quedaban lagunas en lo tocante al taller, la datación de algunas piezas o incluso a momentos de su vida, aspectos que han podido conocerse gracias a las investigaciones que se han realizados desde entonces hasta hoy. La muestra citada era de arte mayor y no se podía dar un paso atrás, por tanto lo que ahora se ha hecho es «actualizar estos datos con la inclusión de pintores nuevos que se han ido incorporando, junto con un conjunto de obras maestras que se han conseguido en forma de préstamos» y que han llegado de colecciones particulares de Europa y América. Se ha realizado en colaboración con el Museum Kunstpalast de Düsseldorf. Junto a los lienzos encargados por las órdenes religiosas se pueden contemplar aquellos realizados para devoción privada, que ocupan una sala. Es, sin ir más lejos, su colección extraordinaria de santas, con bellos ropajes, ornadas con una vestimentas rica que nos parece chocante y que luce, lo mismo que el resto de las obras colgadas, en su máximo esplendor debido a la restauración realizada, lo que añade un «plus» a este encuentro pictórico. Ya no hay barnices amarillentos y se puede apreciar una calidad excepcional «y que a Zurbarán le gusta el color, que se atreve con una combinaciones bastante elegantes, modernas y atrevidas. Es un artista con invención. Y lo demuestra, por ejemplo, en la serie de San Pedro Nolasco: nunca se había pintado su vida y él lo hizo», dice Delenda. Entre los felices hallazgos nombra un «San Antonio de Padua» (1630-1635) que fue hallado en una iglesia de Normandía, que «estaba en un sitio rarísimo». Los cuadros que se exponen están firmados, lo que no es cosa baladí, «porque firmar, firmó poco, aunque su producción era alta, de ahí la necesidad de contar con sus ayudantes», a los que la exposición dedica una sala con sus nombres y apellidos. Es, pues, un reconocimiento para Bernabé de Ayala, Juan Luis Zambrano, Ignacio de Ríes y el Maestro de Besançon. La iluminación también es una pieza capital en «Una nueva mirada»: se ha cuidado al máximo e incluso se ha conseguido, comenta Borobia con orgullo, que ninguno de los marcos, a pesar de lo barroco de la mayoría de ellos, haga sombra en la tela.
Para ambas especialistas, Zurbarán es un artista mayúsculo, «uno de los más grandes. ¿Cómo Velázquez? ¿Le supera? Y ahí es Odile Delenda quien con un gesto que lo dice todo deja claro que «Velázquez es Velázquez. No se le puede clasificar porque está por encima de todos. Están él y otros más, y después los grandes pintores, dentro de cuya categoría situaríamos a Zurbarán».
Un paisajista poco conocido
La dedicación de Francisco de Zurbarán al paisaje en uno de los descubrimientos de esta muestra. No hay un cuadro dedicado ex profeso a un paisaje, pero gran parte de ellos contiene montañas escarpadas, ríos, árboles y arboledas, tierras y caminos que se repiten en un extremo del lienzo. En el caso de «Santa Lucía» (1660-1670), el fondo lo ocupa un paisaje con montaña y vegetación. En «San Francisco en meditación» (1639) observamos algo similar. Aquí, los árboles emergen por el margen izquierdo. Una luz ilumina el boscaje. Y vuelven a aparecer las montañas. Con una luz concentrada en el fondo tenemos «La Adoración de los Magos», de intensos celajes azules, o «El martirio de Santiago», donde vuelve a divisarse, por el margen izquierdo, un paisaje escarpado y montañoso. Y ese cielo, aquí más matizado, que acompaña bastantes de sus cuadros «de exterior».
Juan Zurbarán, de tal padre, tal hijo
Para las comisarias, Juan Zurbarán es el mejor alumno de Francisco. Su producción resulta excepcional y de no haber fallecido a tan temprana edad, quién sabe cómo estaría hoy considerado: «No podemos saber dónde habría llegado», asegura Delenda. Se sabe que participó en algunos de los cuadros de Francisco, lleva el sello del maestro en la manera de pintar la plata, de hacer visibles sus brillos, «aunque es más barroco, se inspira en la pintura de la segunda parte del siglo XVII y resulta más moderno que su progenitor», añade.
La moda del siglo XVII
No fue únicamente el pintor de monjes y santos. A él se debe un tratamiento único de los pliegues de los hábitos, pero también reflejó cómo era la moda en su tiempo. Las telas ricamente ornadas adornan a algunas de las santas que inmortalizó: «Santa Casilda» (1635), con un imponente vestido, adornos de pedrería y capa de satén (detalle a la izquierda), o Santa Apolonia» (1636-1640), muy ricamente ataviada. Por no citar los ropajes de caballeros como Gonzalo Bustos de Lara y P. Bustos de Lara (en postura bastante artificiosa), de la serie de los siete infantes de Lara, un tipo de retrato muy solicitados por la clientela del Nuevo Mundo, hacia donde se exportaron muchas de estas obras. En el estamento eclesiástico, la capa de «San Ambrosio» (1626-1627), a la derecha.
- Cuándo: del 9 de junio al 13 de septiembre.
- Dónde: Museo Thyssen-Bornemisza Madrid.
- Cuánto: 11 euros.