«Atobomb», ser o no ser
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Perdida la carrera nuclear con EE UU, los científicos del III Reich alegaron «razones morales» como justificación
«Hay una cosa que ningún enemigo ha podido quitarnos hasta ahora: el lugar que ocupa en el mundo la ciencia alemana». Corría el año 1918 y no terminaban de asimilar la derrota de la Gran Guerra. Poco más les quedaba que mirarse el ombligo y realzar la «kultur» germana. Y así lo hizo el físico del momento, Max Planck, Nobel ese mismo año por sus descubrimientos sobre los cuantos de energía. Treinta años después de esa frase se les clavaría una espina que aún sigue ahí: no ser los primeros en dar con la bomba atómica. No les quitaron su lugar, pero quedaron desplazados y escoció entre los responsables. Porque en Alemania pertenecer a la élite era una responsabilidad en la que lo primero era dar brillo al patrimonio nacional. La «derrota» abrió otro debate: ¿estuvieron realmente dispuestos a lograrlo? Aquí es cuando empieza la historia a formular varias teorías, desde que la superioridad no era tal hasta que fue un acto voluntario.
Pero, ¿cuál era la situación de la Física entre el 39 y el 45? Un año antes de que empezara la Blitzkrieg se hizo evidente la capacidad explosiva del descubrimiento de Hahn y Strassmann sobre la fisión del uranio y, con ello, comenzaron las hipótesis sobre la posibilidad de utilizarla para generar energía y fabricar armas: un «poder destructor desconocido» hasta el momento se vislumbraba a lo lejos. La chispa se había encendido y todo lo que quedaba era que la locomotora hiciera el resto. Pero lo que se les venía encima no era poco.
En septiembre del 39 la guerra era un hecho y, liderados por Werner Heisenberg, se reunió de nuevo el Club del Uranio para discutir las aplicaciones de la fisión nuclear a fines militares, ya con el Ministerio de Guerra de fondo. El tiempo iba pasando, la guerra también, y los de arriba se impacientaban por lograr la fuente de calor que diese energía a tanques y submarinos. En este punto, los científicos tenían que medir sus palabras, prometer más de la cuenta podía causarles problemas a largo plazo, por el contrario, había que mostrar avances.
Ya en el 41, Heisenberg reconoció ver el «camino despejado que conducía a la bomba atómica». El objetivo se veía más cerca, pero lo que Alemania no sabía es que no iban a ser ellos los que dieran con la tecla final. EE UU tenía todo listo para adelantarlos y para ello reclutarían nombres como Einstein, que ni siquiera espero al peor Hitler para huir, y Debye, que llegaría a ser el líder de la Física en Alemania.
En 1943, la lluvia de bombas en Berlín era una constante y hacía del trabajo una tarea más que difícil. Con los laboratorios condenados a los sótanos las pruebas resultaban inútiles, por lo que Heisenberg decidió mover la columna vertebral hacia la Selva Negra. Aquí las penurias se hicieron más notables, habían esquivado los bombardeos, pero la escasez de alimentos y suministros hacía mella. Se empezaban a complicar las cosas.
El empuje de los de arriba, la guerra... Heisenberg, ya como máximo responsable, no podía más e invocó el final de la guerra para trabajar sin presión y sin remordimientos: «El sol seguirá brillando como antes y podremos tocar música y hacer ciencia».
Prisioneros de Farm Hall
No fue como le hubiera gustado, pero la guerra llegaba a su fin y con casi todo el terreno dominado por los aliados, EE UU montó una expedición con un claro objetivo: atrapar a Heisenberg. Nadie mejor que él podría cerrar el más que avanzado proyecto nuclear. Pero no diría más que lo justo porque «Alemania me necesita», alegó. No les sirvió para mucho su captura y la de otro puñado de científicos, ni siquiera viajó a EE UU para dar el último empujón, por lo que los norteamericanos rápidamente se desentendieron de ellos. Pero Londres los querían y Reginald Victor Jones vio un filón en el Club del Uranio. Así que los británicos recogieron con todo el gusto del mundo la custodia de diez de los mejores físicos alemanes para encerrarlos en Farm Hall, una mansión que habían plagado de micrófonos para ver que podían sonsacar. Horas y horas de grabaciones que la inteligencia británica recopiló sin mucho éxito. Weizsäcker se jactaba de su encierro y presumían de «ser peligrosos» para los aliados. Estaban convencidos de que tenían una posición privilegiada a la hora de negociar, ya que ellos tenían la clave de cualquier duda física.
El 6 de agosto del 45 el grupo de diez se enteraba por la BBC de que su sueño lo había cumplido otro: EE UU había lanzado la bomba de Hiroshima. En un principio Heisenberg no lo creía, pensaba que algún inculto había malinterpretado las informaciones. Nadie podía superar a la ciencia alemana. Aunque reconoció que era «la forma más rápida de terminar una guerra». Por su parte, Weizsäcker puso el grito en el cielo: «Han cometido una locura». Entonces, llegó el momento de lavarse las manos y, un día después de la noticia, Laue escribía desde la mansión: «Todas nuestras investigaciones con uranio iban dirigidas a lograr una máquina que funcionase como fuente de energía porque nadie creía en la posibilidad de una bomba en el futuro previsible y, básicamente, porque ninguno de nosotros quería poner semejante arma en manos de Hitler». Una forma muy inteligente de intentar quedar bien en una carrera en la que parece que después de la derrota cambiaba el punto de vista, porque antes de Hiroshima no se escucharon reflexiones morales.