Azcona, antes de «El verdugo»
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Reúnen los artículos de los años 50, plagados de humor negro, del guionista más importante de nuestro cine, que murió hace 10 años y a quien la Academia homenajeó ayer.
Antes del cine fue la literatura. Bueno, en realidad siempre fue la literatura. Ya fuesen artículos, novelas, cuentos o aquellos guiones emblemáticos, pura literatura filmada por los más grandes: Marco Ferreri, Luis García Berlanga, Fernando Trueba... Rafael Azcona es el Cervantes del guión cinematográfico en España. Suena hiperbólico, pero si no es él, ¿quién? El cine llegó a su vida de forma tangencial, como para muchos otros en aquella época de autarquía en la que las escuelas del ramo no existían y todos habían sido algo antes del celuloide: pintores, ingenieros de camino, oficinistas... Azcona era solo un chico de provincias (de Logroño) que había llegado a Madrid en los 50 con aspiraciones literarias. Como Umbral, que vino de Valladolid unos años después «en un coche de línea, en esa hora mágica en que la ciudad flota sobre sí misma y todo su realismo galdosiano se trocaba en sueño». Es el Madrid de Cela y «La colmena», de las sesiones continuas, los cafés en el eje del Prado, el teatro de Buero Vallejo. Azcona escribe contra su propia abulia en revistas, en casa: proyecta novelas. A menudo procastina, como aquel protagonista de «Postal de Almuñécar» («Arriba», 1959) que «aseguraba que un día u otro empezaría a trabajar» mientras espía la caída de los dátiles en un bar del paseo marítimo. Finalmente, llegaron las publicaciones y luego Ferreri decidió filmar su novela «El pisito» (1959), coguionizada con el propio autor. La experiencia fue tan rematadamente bien que el riojano acabó transformando en cine todo lo que salía de su máquina de escribir. De su pereza hizo virtud: «Escribo guiones porque me resulta más fácil que escribir novelas».
Una prosa sarcástica
El volumen «Viaje a una sala de fiestas y otros escritos dispersos (1952-1959)», editado por Pepitas de Calabaza, que lleva ya un tiempo rescatando el profuso e interesante articulismo del guionista, nos permite conocer, cuando se cumplen 10 años de su muerte –ayer la Academia de Cine lo homenajeó con motivo de la efemérides–, al Azcona previo al cine y hasta rastrear el germen de varias de sus novelas y guiones, así como de varios proyectos frustrados. «Muchas de las películas que escribió con Berlanga no llegaron a puerto por culpa de las trabas oficiales», explica Santiago Aguilar, prologuista del libro, para quien, a pesar de que casi siempre estos artículos de costumbres no rallan en lo trascendente, «la prosa a veces jocunda, a veces sarcástica, siempre incisiva de Rafael Azcona sigue tan rozagante como cuando salió de su máquina de escribir». Para entendernos, en el «humor municipal» de sus textos para diversas publicaciones de la época (tan disímiles como la falangista «Arriba» o la incómoda «Pueblo») ya se columbra la risa corrosiva de «El cochecito» (1960), de «Plácido» (1961), de «El verdugo» (1963) o de «La escopeta nacional» (1978).
Y es que Azcona era otra criatura fantástica de aquella factoría inagotable que fue «La codorniz» en los tiempos de la posguerra. A la revista llega de la mano de Mingote, de quien se hace amigo en los círculos literarios de Madrid. De hecho, le confiesa que a los 15 años, desde su Logroño natal, convaleciente de un sarampión («secuela de un amor mal curado») envió unos textos a «La codorniz», con más moral que el Alcoyano. Nunca le respondieron desde la capital, pero Mingote le animó: «Prueba ahora». Y cuadró.
El humor, ya sea la retranca quisquillosa como la melancólica sonrisilla, es la divisa de sus artículos. También es viñetista, en todos los sentidos: sus viñetas escritas e ilustradas, con personajes como Don Herminio o el Repelente Niño Vicente, donde cultiva ese humor negro tan particular consustancial al español: «Estoy plenamente convencido de que el español tiene un sentido especial del humor, que yo trato de reflejar. Un humor patético, a veces cruel». Aquellas colaboraciones con «la revista más audaz para el lector más inteligente» las ha ido recopilando Pepitas de Calabaza en volúmenes que invitan a la carcajada desde su mismo título: «¿Por qué nos gustan las guapas?» y «¿Son de alguna utilidad los cuñados?».
Precisamente aquello que queda fuera del universo de «La codorniz» es lo que recoge este «Viaje a una sala de fiestas». Ahí están sus colaboraciones casi siempre alimenticias con «Cumbres» (la revista femenina de Acción Católica), «Pueblo», «Codal» y hasta «Arte-Hogar», donde coloca textos al pie de fotos de interiores y exteriores domésticos en los que, a pesar de un formato tan antipático, tan rutinario, cuela de rondón la fina ironía del observador desapasionado: «Ya no hay quien construya la más modesta casa de campo sin ocuparse de señalar antes que cualquier otro elemento el lugar destinado a la piscina, llegando a tales extremos el entusiasmo por el estanque natatorio, que muchas veces se hace antes la piscina que la casa» («La piscina, obsesión de nuestro siglo», 1956). La simple entradilla del artículo da pie a fabular una de sus sátiras sociales de los 60. Pues, ¿no se imaginan acaso que la piscina se come todo el presupuesto de la casa? Cuenta Santiago Aguilar que «el propio autor ha contado en numerosas ocasiones que realizaba este trabajo anónimo a partir de una serie de fotografías y, aparte del modesto estipendio, porque los editores preparaban todos los meses unos aperitivos para sus aristocráticas amistades, en las cuales se podía comer sin tasa toda clase de suculentas viandas». Todo muy berlanguiano, o sea, muy de Azcona.
En estos artículos pululan jóvenes ilusos, con ganas de casarse o de irse de vacaciones, gente que «había dedicado su vida a tomar café con leche sobre una mesa de mármol y lo único que sabía hacer con propiedad era pedir a los camareros jarras de agua», cuadros de costumbres del cuño de Larra, de Mesoneros, en los que se advierte ya el gusto por poner en apuros al vecino, por obligarle a actuar, a declarar la verdad bajo la capa de aburrimiento de la provincia o de la capital. Está el humor surreal de Jardiel: «El hombre no se había suicidado nunca y para aprender la técnica recorrió las librerías en busca de un tratado sobre el particular»; está el cinismo frente a la clase media y las rancias aspiraciones de la sociedad franquista: «A veces Maripi soñaba... Soñaba con cosas que nunca creía podría alcanzar: con Palma de Mallorca, con condes con bigote, con viajes en taxi y así...». Y, por supuesto, está la falta de horizontes, el ambiente cargado del neorrealismo, rebajado en sarcasmo, el de «I vitelloni» de Fellini, el de «Calle Mayor» de Bardem.
Los cabarets de hogaño
Sin ir más lejos en la magistral pieza que da nombre al volumen, «Viaje a una sala de fiestas» («Pueblo», 1955), un artículo seriado en el que Azcona narra la visita con amigos a «un cabaret de hogaño –ahora se llaman ''salas de fiestas'' o ''boites'', lo cual es mucho más fino y mucho más falso–». El autor arranca desde las altas expectativas («Voy a relatar, en este primer capítulo del viaje, los primeros momentos del mismo. Esos momentos en los cuales los amigos de uno, gente ducha en materia de diversiones y de juergas, se divirtieron y se juerguearon bastante imaginando todo lo que nos íbamos a divertir y juerguear») para sumergirnos en la triste noche madrileña y apurar con dos buenas docenas de carcajadas las heces del desencanto y otros tantos whiskys. Todo muy berlanguiano, es decir, puro Azcona.