Berlinale: aquellos dos veranos marcados por el terrorismo
Una cinta noruega sobre la matanza de Utoeya ejecutada por Breivik en 2011 convence en el día en que Padilha defrauda con su reflexión sobre el conflicto palestino.
Una cinta noruega sobre la matanza de Utoeya ejecutada por Breivik en 2011 convence en el día en que Padilha defrauda con su reflexión sobre el conflicto palestino.
He aquí dos formas de filmar el terrorismo: desde el fuera de campo y dándole voz y voto. La noruega «U-July 22» sacudió la platea de la Berlinale sumergiéndonos en la pesadilla de aquel 22 de julio de 2011 en la isla de Utoeya, cerca de Oslo, cuando el simpatizante de extrema derecha Anders Beiring Breivik mató a tiro limpio a 77 personas en el campamento de verano de las Juventudes del Partido Laborista. Fuera de concurso, José Padilha nos recordaba, en «7 días en Entebbe», la infernal semana de verano de 1976 en la que cuatro terroristas pro-palestinos secuestraron un vuelo de Air France con rumbo a Tel Aviv, aterrizando en Uganda al amparo del dictador Idi Amin Dada.
Nada hacía pensar que el director de «La decisión del rey», Erik Poppe, se descolgara con lo que podríamos denominar una película de dispositivo. En efecto, «U-July-22» se organiza alrededor de una sola y poderosa idea de puesta en escena. Está filmada en un solo plano secuencia, a tiempo real: a los 72 minutos que duró el asedio de Utayo se le suman quince de las imágenes del atentado a la zona gubernamental de Oslo, que ocurrió dos horas antes, y a una sucinta presentación de personajes. O de personaje: acompañaremos durante todo el metraje a Kaja, seremos su sombra para que sintamos lo que sufrió una de las víctimas.
Su itinerario, por supuesto, está dramatizado. Kaja, que se ha peleado con su hermana, se pasará todo el filme buscándola mientras intenta sobrevivir, y su trayecto está jalonado de momentos climáticos. En descargo de Poppe, también hay tiempos muertos en los que la espera se hace insoportable, y el rigor del dispositivo se mantiene, el tiempo se suspende mientras los disparos se oyen a lo lejos. Ser fiel a tan restrictivo planteamiento implica un problema de punto de vista, una pregunta que resulta complicado responder: ¿a quién representa esa cámara que se agacha cuando la protagonista lo hace, que observa pero que está a salvo, que está y no está al lado de las víctimas? ¿Cuáles son las implicaciones morales de la elección de ese dispositivo, tan propio de la retórica visual de los videojuegos? ¿No se está frivolizando el horror de la situación, el pánico que sentían las víctimas, convirtiéndolo en un espectáculo experiencial? ¿O al contrario, se nos está concienciando de los efectos de una violencia que se está volviendo cotidiana?
Como en «Elephant», de Gus Van Sant, somos presencia espectral, proyección transparente de nuestra angustia. A pesar de que comete el error de cerrar demasiado la historia que cuenta –pura ficción inspirada en testimonios reales–, Poppe le saca mucho partido al dispositivo, sobre todo en la construcción de un fuera de campo infinito –solo vemos una vez al asesino, como una figura amenazante en lo alto de un acantilado– a través del sonido de los disparos que avanzan por un espacio que no conocemos. El terrorismo no merece una imagen propia, quizás porque empapa todo lo visible. Su virtualidad no se diferencia tanto de esa mirada flotante que es la nuestra, capaz de registrar el dolor de las víctimas sin poder echarles una mano.
Un cinesta de lo literal
En «7 días en Entebbe» los terroristas son Daniel Brühl y Rosamund Pike. Explican sus objetivos, fuman, beben, ponen cara de circunstancias y dudan de sus acciones. Tal vez porque pertenecen a otra época, la analógica, y José Padilha, que ganó el Oso de Oro hace diez años con «Tropa de élite», es un cineasta de lo literal. Padilha asegura que solo le importan los hechos, no las ideologías: está documentado que Israel, que en esa época se negaba a negociar con terroristas, está cerca de ejercer el terrorismo de Estado –sus dirigentes saben que la operación para matar a los secuestradores puede llevarse por delante a muchos rehenes–. El problema de este «7 días en Entebbe» no es su neutral enfoque del tema sino su torpeza telefílmica, que no la diferencia demasiado de los productos («Victoria en Entebbe») que explotaron el secuestro a poco de ocurrir, y sus pretensiones alegóricas. A Padilha no se le ocurre mejor idea que sacarse de la manga un número de danza contemporánea como metáfora del conflicto judío-palestino, y montarlo en paralelo al clímax final, para poner su sello de autor a una historia que la urgencia de la actualidad ha vuelto caduca.