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Bill Viola, pinceladas tecnológicas

El Museo Guggenheim de Bilbao inaugura una retrospectiva –compuesta por 27 obras– que repasa la evolución desde sus inicios del padre del videoarte
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El Museo Guggenheim de Bilbao inaugura una retrospectiva –compuesta por 27 obras– que repasa la evolución desde sus inicios del padre del videoarte.
Bill Viola comenzó explorando la imagen en movimiento, que es uno de los lenguajes revolucionarios de la modernidad, y acabó enrocándose en los clásicos, viniendo a demostrar que lo contemporáneo es un durmiente esquivo que a veces conviene buscar entre las ascuas del pasado. Los suyo ha sido un afortunado maridaje entre la pin-tura y la tecnología, lo digital y la pincelada, que ha acabado desembocando en un estilo personal, que es lo que persigue en última instancia un artista. Partió indagando las remotas oportunidades que brindaban las pantallas, el vídeo y la cámara, que traía consigo la posibilidad de reinventar el tiempo y de manipularlo a su voluntad. Esto sucedió a finales de los años setenta, que es donde principia la retrospectiva que el Museo Guggenheim de Bilbao ofrece desde ayer al padre del videoarte. El recorrido se inicia con «Cuatro canciones» (1976), donde irrumpe ya el recurso de la alegoría, a la que después acudirá en piezas posteriores, y donde juega con la repetición, la velocidad de la cinta y las dinámicas emocionales y psicológicas. De esta épo-ca formativa es también «El estanque reflejante», un trabajo intencionadamente cubierto por un velo de misterio debido a la audaz tensión que interpone entre la imagen congelada y las que permanecen en movimiento continuo. «Lo que hemos intentado es traer aquí las obras que han sido un hito en su evolución, esas que suponen un antes y un después en su evolución», comentó Lucía Agirre, la comisaria de la exposición.
Bill Viola, que acudió al montaje de la muestra a pesar del frágil estado de su salud, inició su carrera partiendo de una preocupación material –que le ha conducido a probar distintos recursos: el plexiglás, el monitor, la proyección, el plasma, el velo y hasta el granito pulido– para después ir trascendiendo a un mensaje mayor, más hondo, en el que afloran sus principales preocupaciones, mediatizadas por la religión, la meditación, la trascendencia o el bucle desgastador de lo cotidiano. No es necesario conocer la vida de un artista para adentrarse en el bosque de sus proposiciones formales, pero, a veces, episodios de su juventud ayudan a encontrar claves remotas, leer argumentos emboscados en los diferentes pliegues de sus creaciones. Durante su juventud, Bill Viola estuvo a punto de morir ahogado. Mientras se hundía en el agua, según ha relatado él mismo en diversas entrevistas, accedió a un inesperado paisaje pespunteado de reflejos, colores y luces distantes que, desde entonces, forma parte de su imaginario particular. Cuando el brazo de su tío le rescató de aquel trance, que se ha que-dado para siempre en la retina de la memoria, le había arrebatado a la delicada situación todo un bestiario visual, un botín rico y abundante que ha ido aplicando después con asiduidad en sus proyectos –y que queda perfectamente reflejado en «Los soñadores» (2013), un inquietante vídeo que muestra a siete personas sumergidas debajo del agua. Una imagen que alude con claridad a su pasado, pero también a «Ofelia», de John Everett Millais.
Bill Viola, desde el despertar de su vocación creativa, se ha revelado como un meticuloso prestidigitador capaz de mezclar con habilidad lo trascendente y lo ma-terial. «Cielo y tierra» (1992), un grupo escultórico, procedente de San Diego, formado por dos monitores enfrentados que recogen la filmación de un recién nacido y de una mujer envejecida que yace en una cama, supone un venturoso prefacio a las ansiedades vitales que marcarán su posterior evolución. Si bien es cierto que «Una historia que gira lentamente», de (1992), y «Chott el-Djerid» (1979) todavía son ejemplos de su interés por descubrir el horizonte que le ofrece el vídeo, muy pronto pondrá el soporte a un servicio mayor: sus intereses filosóficos.
Mirar hacia atrás
Bill Viola redescubre el arte clásico italiano y adopta sus códigos convirtiéndose en un intermediario imprevisto entre el ayer y el hoy, el pasado y el presente. Él es encargado de reinterpretar a los grandes maestros de la pintura sobre la tela resplandeciente de las pantallas. Recupera la luz de Vermeer y los rojos renacentistas a través de estas superficies planas. Adopta también cuatro elementos esenciales para el pensamiento occidental, como son la tierra, el aire, el fuego y el agua –que tanto le han marcado, incluso desde el punto de vista biográfico–, y se apropia sin complejos de ellos, los convierte en oportunos difuminos para sus cuidados trabajos, en una forma de modelar su mensaje y transmitirlo. Su presencia late, de una manera o de otra, en las 27 obras que componen este recorrido. Junto a ellos también hay una buena serie de códigos procedente de la imaginería cristiana o católica, que yacen al fondo de las obras de maestros clásicos y que él recupera para imprimirles nuevos significados .
Bill Viola, desde este momento, parece empeñado en prolongar el instante congelado de recogen los cuadros como si quisiera regalar al público el antes y el después de ese instante inmortalizado por el óleo. Esto sucede en «El saludo», un vídeo emblemático dentro de su recorrido. Para su realización contratará por primera vez actores y acudirá a un plató para recrear un escenario. La obra está inspirada en un lienzo conocido, «La visitación» (1528-29), de Jacobo da Pontormo.
Viola, como Pontormo, recrea el encuentro de la Virgen con su prima Isabel y una amiga de ella. Con una perspectiva abiertamente pictórica, enseña cómo se pro-duce este hecho capital de la vida de María, rompiendo con el instante único que ofrece la pintura y mostrando al público el antes y después. También rompe con las reglas establecidas del tiempo. El vídeo, de aproximadamente diez minutos, en realidad son apenas cuarenta y cinco segundos de grabación. Un tiempo que, gracias a la cámara lenta, dilata posteriormente hasta su metraje definitivo. Este montaje vincula aún más estrechamente este trabajo a la pintura, mientras que, paradójicamente, lo aleja del cine. También le proporciona una cualidad especial, que comparte con otras piezas: esta lentitud provoca un atractivo hipnótico en el espectador. Por este cauce discurren otros vídeos, como «La habitación de Catalina», inspirada en la predela que el artista sienés Andrea di Bartolo pintó en el siglo XV. Consiste en cinco paneles que muestran las rutinas de una mujere en diferentes momentos del día a través de las distintas estaciones del año. Una obra que recrea la luz de Vermeer y que rezuma un tremendo aliento pictórico. Con «Cuatro manos» insiste en una de sus temas recurrentes: el paso del tiempo. Muestran las manos de un hijo, los padres y los abuelos. El envejecimiento y la mortalidad del hombre es el argumento de una de las piezas más impactantes que se han traído a la muestra –a falta de sus famosas pasiones y «Mártires»–: «Hombre en busca de la inmortalidad/ mujer en busca de la eternidad». Dos ancianos desnudos, provistos con linternas, buscarán en su cuerpo castigado por la vejez, rastros de su caducidad y futura muerte. Este poso trascendente impele otra pareja de vídeos fundamentales, y donde el agua vuelve a desempeñar un papel fundamental: «Los inocentes» (2007) y «Tres mujeres» (2008).
La exposición es una oportunidad para contemplar unos montajes emblemáticos de Bill Viola: «Avanzando cada día», creada por encargo del Deutsche Guggenheim de Berlín, que está configurada a través de cinco proyecciones que aluden a distintas etapas de la vida humana y que parten de los frescos de Giotto y Luca Signorelli; y «La ascensión de Tristán» y «Mujer de fuego», las dos realizadas en 2005 y las dos creadas originalmente para el montaje de la ópera de Richard Wagner «Tristán e Isolda». Pero si una pieza sintetiza el universo de este artista es «Nacimiento invertido» (2014), uno de sus últimos trabajos, y que representa el violento despertar del ser humano y las inevitables etapas que atraviesa la conciencia humana.

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