Broadway nunca la deslumbró
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Algo tendría que elevó un género bastante ínfimo. Su vis cómica y muda expresividad la equipararon a Charlot cuando tenía mucho de Gelsomina. Celia Gámez fue su modelo a seguir, y así se fue haciendo a sí misma, debutando en una revista de altura, con magníficos montajes. Se va la irrepetible Lina Morgan. Tuve y mantuve, que es lo difícil, una buena amistad con ella y su hermano José Luis López-Segovia, artífice de su triunfo más que merecido después de patear los escenarios con las revistas que compartió con Juanito Navarro. Pero fue el público de Madrid el que la puso en el sitio que merecía, como una de las primeras figuras tras comprarle a Matías Colsada el teatro de La Latina, donde emocionado y sorprendido el pueblo le dijo ayer adiós. Nadie esperaba cómo vivió sus últimos días aunque sabíamos desde hace tres años que su estado de salud era muy delicado. Su depresión se acentuó cuando hace dos navidades se quedó sin su hermana y compañera Julia. Con José Luis conformaron un trío humano único. El primer mazazo llegó cuando desapareció su hermano del alma al que, incluso muerto, sostenía que seguía ahí, a su lado. «Va recuperándose» nos decía a los más próximos al trío que nunca formó un clan. Para mí significaban fuerza, empuje y risas incluso ante la elegante Julia, menos comunicativa que el resto, Claro que José Luis tenía una enorme ternura escondida por su timidez.
No por eso carecía de sentido irónico. Fue muy buena gente y Lina nunca se resignó a su fallecimiento. Triunfó también en el Apolo barcelonés de Coslada, que llenaba todos los días. Debí de ver, y siempre me partía de risa, unas cuarenta veces el disparate que hizo época con esa frase que hoy todo el mundo recuerda: «Emocionada y agradecida...». Cada lunes de verano nos citábamos en Sitges, le encantaba su placidez no exenta de bullicio. Vivía en el hotel «Terramar» que está casi anclado en la arena y siempre acabábamos en el casino de San Pere de Ribes, el primero que se recuperó en aquella Barcelona donde recibió la llave de la ciudad que otorgaba una peña de Manolo Tarín, fundador de los premios Ondas. La votaron Manolo Pertegaz, el padre Lacalle y otros prohombres. Es imposible olvidar una tarde de Reyes en que Montserrat Caballé y Bernabé Martí acudieron a verla y se pasmaron al ver cómo se descoyuntaba físicamente con su famoso giro de pierna. Tenía una comicidad única. Era cercana, directa e incontenible. Sobre el escenario contagiaba a sus compañeras como Anne Marie Rosier, madre de Alain Cornejo y Amalia Aparicio, la madre de Manolo Otero. Lina acentuaba su gracia, nunca burda ni chabacana, con tal de que se partiesen de risa. Con sus improvisaciones ofrecía un doble espectáculo al respetable que no la abandonó. Ni siquiera cuando hizo «El último tranvía». Fue un título que cerró una gloriosa y dilatada etapa. Desecha tras la muerte de su hermano anunció que volvería muchas veces, pero nunca lo hizo. Se sentía huérfana sin su consejo siempre prudente. Acabó vendiendo La Latina con una cláusula: le reservaron a perpetuidad el palco principal y el que fue el despacho de su hermano y productor.
- Exquisito gusto
Hace treinta años compartí con ella su primer viaje a Nueva York. Antes de que Lina, José Luis y Tony Luján llegasen, me apresuré a comprar entradas para la obra «Sugar Babies», el éxito musical de Mickey Rooney y Anna Miller. Broadway no la deslumbró. Me dijo: «En España lo hacemos tan bien o mejor» y eso que se refería a dos monstruos del «show business».
Siempre sorprendió por su exquisito gusto por las joyas. Sus brillantes dejaban a todos pasmados. «¿Impacta, no?», solía decir. «Pues en casa tengo más» y nos reíamos mientras disfrutábamos de la compañía de amigas como Amparo Rivelles, con la que compartía, además de grandeza, el gusto por la comida mexicana con la que una vez a la semana se daban auténticos homenajes. Ya están juntas, seguramente carcajeándose, en el cielo de las estrellas.