Carlos Peña: «Se puede comprar el tiempo, los psiquiatras son el mejor ejemplo»
Carlos Peña nació en Chile, es abogado y tiene estudios en sociología y filosofía. Es uno de los intelectuales y ensayistas más reconocidos de su país
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Carlos Peña nació en Chile, es abogado y tiene estudios en sociología y filosofía. Es uno de los intelectuales y ensayistas más reconocidos de su país
Carlos Peña nació en Chile, es abogado y tiene estudios en sociología y filosofía. Es uno de los intelectuales y ensayistas más reconocidos de su país y ahora presenta “Lo que el dinero sí puede comprar” (Taurus), un libro que analiza el consumo de las sociedades contemporáneas bajo el sistema capitalista. Interpretando a pensadores como Marx, Hayek o Polanyi, cuestiona el rechazo hacia el mercado y el malestar social desde una perspectiva moral con el objetivo de plasmar cómo la modernización capitalista ha aumentado nuestras libertades.
-¿Qué no puede comprar el dinero?
-En la sociedad moderna prácticamente todo. Desde luego, no puede comprar la condición de ciudadano que cada hombre y mujer tiene en una sociedad democrática. Por ese motivo, por ejemplo, impedimos o prohibimos unánimemente en todas las sociedades democrático liberales que las personas vendan su voto. La preferencia política, la condición de miembro de una sociedad democrática no es objeto de compra ni de venta. Tampoco puede venderse la propia libertad, es decir, la autonomía personal, porque entonces la democracia estaría sacrificando uno de los valores que la constituyen. Salvando estos casos, prácticamente todo puede ser objeto de una compra mediante el dinero, desde la disposición del cuerpo, la posibilidad de ser o no madre puede ser objeto de una transacción monetaria. Es verdad que en algunas ocasiones, este tipo de transacciones nos provocan una especie de rechazo moral, pero se trata de sentimientos morales que la sociedad ha ido poco a poco despejando.
Si uno revisa la historia de la cultura occidental, prácticamente desde Roma hasta el siglo XVII, nada menos -en el caso de España prácticamente hasta el XVIII-, eran muy pocas cosas las que se podían comprar con dinero. La manera en que uno se vestía, los adornos que podían tener, estaban todos disciplinados y reglamentados por la ley, porque se sospechaba que la estructura social se podría desplomar. Desde ese punto de vista, la respuesta sería: el dinero puede comprarlo todo o casi todo y eso le hace bien a las sociedades porque hace que la estructura social sea más líquida, más ligera.
-¿Cuándo dejó el mercado de ser moral?
-Hay ciertos ámbitos en los que el mercado efectivamente se desliza hacia la inmoralidad o acaba sacrificando bienes muy importantes. Un buen ejemplo es cuando el mercado, es decir el proceso voluntario de intercambio mediado por el dinero, empieza a invadir el ámbito de la política. Confundir el mercado con la política democrática es un acto de profunda inmoralidad pública que acaba dañando la democracia. Por eso las relaciones entre el dinero y la política son tan vigiladas en todas las sociedades democráticas. Si se revela una promiscuidad entre mercado y política nos parece que la democracia misma está en peligro. Esto lo han vivido prácticamente todos los países del mundo.
-Dinero+ambición+desregulación, ¿es igual al final del Estado del Bienestar?
-Sin ninguna duda. El mercado es una institución profundamente regulada, no es el apetito desenfrenado del lucro de la ambición. Al revés de lo que la gente piensa, el mercado -según lo muestra una amplia literatura- es la moderación del lucro. Allí donde hay mercado sano, el lucro está moderado, planificado y sometido a reglas. La economía capitalista tiene Estado de Derecho, reglas y tiene o ejercita una cierta contención del lucro, de manera que no vale la pena y es un error confundir la ambición con el combustible que mueve al mercado. El autor más importante y más citado en este fenómeno, Max Weber, identificó a la ética protestante como la raíz cultural del mercado capitalista, que subyace en su origen el concepto ideal de contención de los propios impulsos. Por ello el capitalismo es racional, es planificado.
La contabilidad, por ejemplo, llevar la cuenta de lo que uno gasta o lo que ingresa, da cuenta de una cierta racionalización del lucro y del consumo, es propio del capitalismo, que allá donde existe regimienta, disciplina la ambición desmedida.
-Si vivimos en una sociedad materialista, ¿nos estamos quedando sin valores?
-El materialismo también tiene valores importantes. Es cierto, si se entiende por valores simplemente el alero de la generosidad, de la solidaridad, desde luego pareciera que el materialismo nos despoja, nos desviste de valores, pero no es cierto. Lo que muestra la antropología contemporánea, y cualquiera podría verificar esto yendo a un centro comercial, es que no es verdad que cuando la gente compra lo haga por mero materialismo. La gente en realidad no compra solo para sí, compra para otro. No siempre es un acto de egoísmo, autoreferido, enfocado solo a los propios intereses. El consumo es también un acto en consideración al otro: cuando una persona regala algo a su pareja, por ejemplo, lo que se hace es un acto de consideración hacia él. Por una parte está regalándole algo que quiere estar a la altura de cómo usted ve a la persona, desde ese punto de vista el consumo no es un acto de mero materialismo. El simple materialismo burdo, desnudo, no es el propio de la sociedad contemporánea.
-¿ A partir de qué punto el capitalismo empobrece?
-Como siempre ocurre, el capitalismo empobrece cuando acaba, por decirlo así, despojando a las personas de dos esferas que, sin embargo, en la sociedad moderna subsisten. Una de ellas es la esfera de la ciudadanía, porque ésta es la idea de que usted o yo tenemos derecho a configurar el mundo que tenemos en común al margen de la capacidad de consumo que usted o yo tengamos. Si el mercado capitalista inunda esto, como ocurre con la corrupción, la democracia tarde o temprano se desploma. Y si se desploma la democracia, también el mercado.
El otro ámbito humano del quehacer es un cierto sentido del misterio, a lo que llamaríamos religiosidad. Las sociedades modernas son sociedades donde el sentido de lo religioso y la trascendencia subsisten. Tradicionalmente siempre se creyó que cuando las sociedades se modernizaran y el mercado se expandiera, la sociedad se haría cada vez más descreída, más atea, a eso se le llamó secularización, pero no ha sido así. Las sociedades modernas subsisten en un cierto apetito de misterio religioso que el consumo no logra colmar. Por eso, las sociedades modernas siguen teniendo esta dimensión de manejo del misterio absoluto en su cultura.
-¿Cuál es la relación entre redes sociales y el dinero?
-Es muy fuerte. Las redes sociales en realidad son una exacerbación de aquello que comenzó con el dinero. Porque el dinero, permítame insistir en esto, es una forma de intercambio mudo, en que usted no revela su identidad, y las redes sociales son la exacerbación de eso, son un mundo, un espacio, un ámbito de intercambio donde su intimidad queda a salvo. Son muy sorprendentes, las redes sociales son lugares donde se puede consumir desde sexo, cualquier cosa que se le ocurra, hasta límites incluso ilícitos en ocasiones, sin revelar quién es usted realmente. Es una forma de interacción muy frecuente, multitudinaria, reiterada, muy fácil, con poco gasto comunicativo como dicen los sociólogos. El germen de ese tipo de interacción, lo dijo Zimmel en “Filosofía del dinero” comienzos del siglo XX, es el dinero, aunque se exacerba en la sociedad moderna y contemporánea con el tema de las redes. Estas mallas abstractas de comunicación que proveen a los seres humanos de la ilusión de comunicarse.
-Usted menciona a Marx, ¿no está muerto tras la caída de la URSS?
-No está muerto, pero está agónico. Marx sigue siendo uno de los grandes intelectuales occidentales sin ninguna duda, un sociólogo y un filósofo que cuando lo leemos despierta admiración por su portentosa inteligencia y su capacidad de ocultar hasta los más mínimos rincones del capitalismo moderno. Pero hay una parte de Marx que son todas sus predicciones respecto a la caída del capitalismo que han fracasado. Marx predijo y siempre creyó que el capitalismo era una formación social transitoria, que tenía la gran virtud de desarrollar la fuerza productiva, la capacidad de la técnica, a tal extremo que prácticamente hacía posible suprimir la escasez, y que en consecuencia siempre el capitalismo iba a caer en una crisis profunda e iba a ser sustituido por otra formación social. Esto no ha ocurrido, lo que vemos hoy día en el mundo es que el capitalismo se ha globalizado. El sueño de Marx de que el capitalismo inevitablemente sobrevendría otro tipo de sociedad es un sueño claro que todavía hoy la gente puede seguir albergando, pero la evidencia histórica parece indicar que eso no era sino un sueño. Marx, como suele ocurrir a los grandes intelectuales, fue un sujeto preclaro, notable, solo digno de admiración intelectual, pero una parte importante de sus predicciones se han derrumbado. Hoy día, como dice Jameson, un famoso sociólogo americano, es más fácil imaginar que el mundo termine a que acabe el capitalismo.
-¿Qué nos puede ser útil de Marx en una sociedad que está perdiendo sus derechos?
-Dos cosas. Una es lo que Marx en “El Capital” llama “el fetichismo de la mercancía”. Es decir, el fetichismo es un mundo invertido en el cual las personas atribuyen a las cosas cualidades humanas y creen, esto ocurre en las sociedades occidentales, que para poseer una cualidad humana, como el atractivo, eso se logra no gracias al propio esfuerzo, sino gracias a adquirir una cierta cosa que mágicamente por el hecho de poseerla me va a proveer de esa cualidad humana. Esto está siendo una alerta cultural que Marx formuló muy ciertamente y sigue siendo válida en el mundo contemporáneo.
La segunda es la idea de que no se puede ser miembro de una sociedad democrática sin un mínimo de condiciones materiales para la existencia, que la variable más importante en la vida humana son las condiciones materiales. La manera en que reproducimos nuestra vida y que en consecuencia ser un miembro pleno de una sociedad democrática supone satisfacer ciertas condiciones materiales, sigue siendo una idea perfectamente válida. Su manifestación más propia son los derechos sociales.
-¿Por qué está perdiendo la socialdemocracia en el mundo?
-En mi opinión hay factores circunstanciales, pero el principal factor estructural, no circunstancial, es doble: por una parte, la modernización de las sociedades estimula hasta extremos casi inmanejables la individualidad humana. Efectivamente la modernidad tiene muchas virtudes, pero como todo en la vida lo que es virtuoso cuando se exagera más allá de todo límite pasa a ser patológico. Las sociedades contemporáneas han sido el combustible de la individualidad y de la igualdad, pero cuando esto se exacerba desde el punto de vista cultural, acaba desvinculando a los seres humanos y se produce un clima donde valores como la solidaridad o la cooperación desaparecen y son sustituidos por reclamos hacia el Estado. Hay una cierta contradicción cultural en las sociedades del Bienestar entre el proceso de individualización radical, donde cada uno se ocupa de sí mismo, y al mismo tiempo la demanda de que el Estado provea ciertos bienes, porque hay una inconsistencia. Fuera de este factor cultural, hay uno demográfico: las sociedades envejecen, la tasa de natalidad decrece, porque precisamente el individualismo hace que las sociedades tengan menos proporción a tener hijos. Se posterga el matrimonio, los hijos. La pirámide demográfica se invierte, empieza a haber más viejos que jóvenes, y en consecuencia la cantidad de viejos se incrementa, esperan que los activos los financien cuando los activos son pocos, es lo que está ocurriendo en España. Estas dos contradicciones entrecruzan el Estado del Bienestar, esta contradicción cultural y este fenómeno demográfico.
-¿Se puede subastar o comprar el tiempo?
Por supuesto. De hecho históricamente en la sociedad humana se ha comprado el tiempo. El caso más clásico es el de Freud, el creador del psicoanálisis, que reglamentó estrictamente dentro de la terapia psicoanalítica la duración de la sesión, cerca de 45 minutos, y estableció como regla que el analista cobrara al paciente por el transcurso del tiempo. Este fenómeno es muy moderno, comienzos del 20, el psicoanálisis, qué otra cosa es sino tiempo rentado, “una amistad rentada” como llamaba Freud. Tiempo comprado en que usted compra el tiempo a otro sujeto que le atribuye un saber sorprendente a cambio de que la aligere de su angustia, de sus temores. ¿Se puede comprar el tiempo? Sí, claro. Los psiquiatras son el mejor ejemplo de eso.