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Carlos Santos: «Las empresas han perdido al periodista romántico»

Traslada, en su nuevo libro, la Movida de Malasaña al Avión Club, un local del Barrio de Salamanca en el que convivieron «gentes de todas las especies», dice, y donde la estrella era César, su pianista.
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Traslada, en su nuevo libro, la Movida de Malasaña al Avión Club, un local del Barrio de Salamanca en el que convivieron «gentes de todas las especies», dice, y donde la estrella era César, su pianista.
Creía Carlos Santos que eso de sentarse en los bancos «eran cosas de viejos» y resulta que «cada día lo hago más», ríe. Se define como un caminante de Madrid, aunque, entre paso y paso, las redes sociales le obligan a «echar un rato de oficina» al aire libre. En estos despachos improvisados ha pulido su último libro, «Avión Club» (La esfera de los libros), herencia directa de la noche ochentera. De lo que vivió, sintió, bebió, trasnochó y de lo que le han contado –porque los recuerdos no son nítidos cuando hay copas de por medio– aborda los años de la Movida. «Pero desde otro lado al que siempre nos cuentan», puntualiza: desde un bar, el Avión Club, y dos de sus personajes, César –el pianista perenne del local– y Julia –ficción sacada de las fantasías reales del escritor–. El centro ya no está en el Rockola o el Penta, ni en Alaska y Almodóvar, desvía su atención al Barrio de Salamanca, «zona nacional» –presenta Santos– en la que se unieron nostálgicos del régimen y anarquistas, chavales y puretas, el famoseo y el anonimato. La historia del Avión Club es la de España: heredó los rescoldos del cabaré de la posguerra, se llenó de poetas malditos en los 60 y de estudiantes en los 70, en los 80 hirvió y terminó con el fin del romanticismo. Llegaron los 90 y la especulación y «la sede social de todos» cerró. Y con él, César, que moría solo cinco días después.
«Avión Club» es una excusa para contar todo eso.
–Lo que fue la adolescencia de la democracia...
–Exacto, incluido el sarpullido que supone. Fue un tiempo de ejercicio de la libertad. La gente se echó en masa a la calle, la vivía. Se estaba todo el día en el bar y, por eso, hablar desde uno me parecía propicio.
–Ya dijo en su anterior libro y precuela de éste, «333 historias de la Transición», que la Transición «no se hizo en los despachos».
–Es mi tesis. Fue de la gente, que empujó, exigió, vigiló y, en su momento, votó. No se hizo de espaldas al pueblo, sino atendiendo a sus deseos y por eso funcionó. Luego, en los 80 la situación se normalizó con alegría, encuentros, descubrimientos...
–Se quitaron los corsés.
–Además, el Avión Club me lleva a mis referencias literarias: Galdós, que ambientó «La Fontana de Oro» en un local cercano a la Puerta del Sol y, en los 40, Camilo José Cela cuenta toda una época desde un bar, esta vez inventado, en «La colmena». Yo quería lo mismo para los 80.
–¿Y por qué éste?
–Porque tuve la suerte de conocerlo. El primer día me encontré a un montón de gente de todas las edades alrededor de un piano cantando «Marcial tu eres el más grande».
–El público de todo tipo fue una de sus señas de identidad.
–De todo. Había anarquistas y troskistas en un local de la «zona nacional», porque estaba lleno de nostálgicos franquistas. Y ahí se empieza a producir ese extraño fenómeno de convivencia entre gentes de todas la especies. Algo que chocaba más por estar en el Barrio de Salamanca, en Lavapiés no llamaría tanto la atención.
–Al Avión Club «no se iba a hacer tertulias, sino a vivir», escribe.
–Sí. Hasta los profesionales de la modernidad, los clásicos de la Movida, se dejaban caer por ahí. Pero no iban a figurar, sino a tomarse copas con los amigos sabiendo que nadie les pediría un autógrafo porque no era un sitio de famoseo.
–Y en el centro de todo el barullo su pianista: Don César Martínez.
–Era quien debía contar la historia. La suya era una perspectiva muy diferente a la mía, un chaval de 20 años, y a lo que se cuenta de la época, que siempre es lo mismo. Había vivido la dictadura tocando el piano en locales nocturnos.
–Recuerda todo muy bien para haber tocado tanto la noche.
–(Risas) A los que salimos a diario en los 80 nos pasa como a los rockeros americanos del LSD de los años 60 y 70, decían: «Por lo visto nos lo pasamos cojonudamente, pero no nos acordamos». Los 80 son años de drogas, sexo y rock & roll, donde la droga dominante en el Avión era el alcohol.
–¿Qué bebían?
–Cerveza, cubalibres, gintónics y algo de whisky... Y tabaco. El humo era el elemento dominante. Estaba en todas partes: hospitales, colegios, redacciones...
–Poco queda de eso en las redacciones de hoy.
–Aquí recojo muchas escenas reales, como las botellas de whisky en las mesas...
–Que no falten...
–(Risas) Lo que sí había era gente que trabajaba sin mirar el reloj; al salir se iban todos juntos y seguían vacilando por ahí, pero hablando del oficio y, quizá, a las tres se iban al taller a coger el ejemplar que acababa de salir de las rotativas. El periodista vivía las 24 horas feliz en ese ambiente. He trabajado en varias redacciones y solo los muy mayores o muy cascados se iban a casa. Las empresas han perdido ese elemento, el periodista romántico.
–Yendo un paso más allá del tema festivo, supongo.
–Sí, porque se era mucho más productivo. Y no lo hemos perdido nosotros, sino las compañías. Era gente entregada a la causa que se fue cuando entró la gestión empresarial en los medios. No entendieron que este producto es distinto a todo lo demás.
–Me quedo con que es un libro para entender la adolescencia de la democracia.
–Los años del despertar, de la nueva sociedad.
–Entonces tenía acné, ahora estamos en la crisis de los 40.
–Sí, lo que en la construcción llaman fatiga de materiales. Algunos problemas de hoy también están en este libro, como el alejamiento entre representante y representados. La ilusión de la Transición muere a mediados de los 80 y, con el tiempo, los nuevos ocupantes del poder se distancian de las personas y se limitan a pedirles el voto cada cuatro años. El análisis político también aparece. Intento dar una visión diferente al Rockola, Alaska y Almodóvar.
–No todo fue Malasaña...
–Por ahí voy, por contar lo menos conocido.

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