Criminalidad

Charles Manson: el asesinato de Sharon Tate y el comienzo de una leyenda maldita

Junto con el crimen del festival de Altamont, la violenta muerte de la actriz fue un martillazo sobre el ataúd sesentero.

Manson esperó en el desierto mientras sus acólitos llevaban a cabo los asesinatos encargados por él mismo
Manson esperó en el desierto mientras sus acólitos llevaban a cabo los asesinatos encargados por él mismolarazon

Junto con el crimen del festival de Altamont, la violenta muerte de la actriz fue un martillazo sobre el ataúd sesentero.

50 años de Altamont y, ay, de los asesinatos comandados por Charles Manson. Un tipejo, asesino, psicópata, al que la posmodernidad ha contemplado con una suerte de admiración que solo puede disculparse desde el analfabetismo. 1969 marca el hundimiento de la contralcultura, de las fantasías de un nuevo orden mundial basado en la vuelta a la naturaleza, el consumo de alucinógenos, el rock and roll. Algo así como una combinación entre Pocahontas, la majestad de los discos multicolores de los Beatles y los misteriosos tañidos del sitar de Ravi Shankar. En aquel año tiene lugar, y conviene tenerlo en cuenta si queremos hacerle el análisis forense al movimiento hippy, un festival, el de Altamont, celebrado en San Francisco y organizado por los Rolling Stones. Atención al cartel, irrepetible: los propios Stones y también Santana, Jefferson Airplane, Crosby, Stills, Nash & Young. Todo saltó por los aires cuando uno de los espectadores fue asesinado por el servicio de seguridad. Los militantes en el sesentayochismo ensayaron las disculpas acostumbradas. Que si los Stones sabían escribir grandes canciones pero la bisoñez en cuestiones prácticas, su condición de artistas, les había llevado a contratar de seguratas a unos delincuentes, los Ángeles del Infierno. Dió igual. Altamont fue el primer martillazo sobre el ataúd sesentero. El definitivo llegó poco después, con los crímenes firmados por los acólitos de Manson.

Un niño descarriado, objeto de abusos, con un largo currículum de vacaciones en el reformatorio y la cárcel. Un aspirante a músico, también, que cortejó a uno de los Beach Boys, Dennis Wilson. La historia es bien conocida: Wilson acogió durante un tiempo a Manson y a sus secuaces, la mayoría chicas atractivas, en su casoplón de Los Ángeles. Le interesó el incipiente talento musical de su nuevo amigo y, por supuesto, la generosidad con la que éste invitaba a LSD y compartía a sus acólitas. Incluso le consiguió un encuentro con el productor Terry Milcher.

Sangre en las paredes

Pero a Milcher, menos embebido por las ensoñaciones místicas del Beach Boy, le resultó inquietante el hombrecillo barbudo. Unos meses más tarde Wilson expulsó a los gorrones de su finca. Manson, despechado, resolvió que el momento había llegado. Envía a su gente a la mansión de Milcher. Pero el productor acababa de mudarse. La había alquilado a la embarazada esposa de Roman Polanski, la actriz Sharon Tate. Fue a ella, y a varios amigos, a quienes encontraron. La confusión acabó en carnicería y los criminales tatuaron las paredes con la sangre del bebé nonato, su desgraciada madre y el resto de amigos. Manson, entre tanto, esperaba en el desierto. Aunque, sádico como pocos, sabía que no le convenía mancharse. A lo mejor esperaba salir de rositas si la operación salía mal. Porque el objetivo último de los asesinatos pasaba por desatar una tormenta racial y, con ella, una guerra que desembocara en el Armagedon. Al día siguiente, y en vista de que el fin del mundo no llegaba, envió de nuevo a sus monstruos en una misión sangrienta. Los siguientes asesinatos fueron los de la familia LaBianca. Que semejantes demonios, y sobre todo que semejante canalla, puedan recibir hoy siquiera una micra de admiración tendría que provocar náuseas.