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Churchill, el peso de la conciencia

Jonathan Teplitzky retrata a un Winston Churchill abrumado por los errores del pasado en un «biopic» interpretado con brillantez por Brian Cox.
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Jonathan Teplitzky retrata a un Winston Churchill abrumado por los errores del pasado en un «biopic» interpretado con brillantez por Brian Cox.
Winston Churchill pertenecía a una generación de gobernantes que todavía conocía la importancia que tienen las palabras en la política. Con sus discursos convirtió derrotas amargas en brillantes hazañas y consiguió, en conyunturas de una honda confusión y zozobra, alentar a las encogidas voluntades de los cobardes y los débiles para que se sobrepusieran y se comportaran en adelante como auténticos héroes. Con la energía de sus «speeches» convenció a su país de la necesidad de continuar de pie cuando la realidad de los hechos pedían que se arrodillara y lo hizo con una gran dosis de valentía, sin ocultar en ningún momento la verdad: «No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». Una manera de actuar que hoy sería tildada de suicida.
La política es una profesión de la que nunca se sale indemne. Un camino hecho de pequeños aciertos y grandes errores, donde los éxitos se olvidan muy rápido y las equivocaciones tienden a perpetuarse en el tiempo. En los días previos al desembarco de Normandía, cuando estaba en juego la vida de miles de soldados, Winston Churchill tuvo que dirimir sus dudas sobre la mayor ofensiva aliada desde el comienzo de la contienda y, a la vez, enfrentarse al acoso de sus peores temores y demonios, esos que desde hacía años le acosaban por la noche. Hasta los líderes más carismáticos esconden una debilidad, una fisura en su personalidad, y la del primer ministro británico, de perfil inconfundible, era el recuerdo indeleble de una funesta intervención militar instigada por él mismo en febrero de 1915. Una fallida operación anfibia que se llevó a cabo en suelo turco durante la Primera Guerra Mundial. Aquella polémica maniobra, en la que había previsto un desembarco y que contaba con serios detractores entre los militares al mando, dejó 250.000 bajas únicamente en el ejército británico (un número que se repite en las filas del enemigo). El agua y la tierra, literalmente, se cubrieron de rojo. A partir de ese día a Churchill se le conoció como «el carnicero de Gallipoli».
Señales de debilidad
Mientras llega «La hora más oscura», el esperado «biopic» dirigido por Joe Wright, que cuenta con Gary Oldman para el papel de Churchill, Jonathan Teplitzky aborda esta figura, según las encuestas recientes, una de las más importantes del siglo XX, con un brillante Brian Cox, que ha logrado mimetizarse con el dirigente británico hasta en los detalles más insignificantes y minúsculos. El filme, titulado, en un alarde de originalidad sin precedentes como «Churchill», revela la cara más vulnerable de un líder que jamás flaqueó y siempre reflejó una imagen de solidez ante el pueblo inglés. Sin embargo, cuarenta y ocho horas antes del 6 de junio de 1944 y de que Eisenhower, a pesar de un parte metereológico nada halagüeño y que invita a la más estricta prudencia, decidiera mandar a la costa francesa el grueso de sus fuerzas, el inquilino del número 10 de Downing Street dio señales inconfundibles de debilidad y agotamiento, como si la historia lo hubiera arrollado de pronto y todos los conocimientos que habían hecho de él una fuente de lucidez y perspicacia hubieran quedado obsoletos y pertencieran, de pronto, a una época que se había desvanecido en el aire. No quedaba en este Churchill, aún iracundo, de imprevisible humor y de una enfermiza adicción a los puros, nada de aquel carismático estadista que era capaz de sobreponerse a los reveses bélicos y políticos más duros sin mostrar un reflejo de duda. El Churchill de estos días cruciales de la Segunda Guerra Mundial era un gobernante temeroso, asustado por la posible repetición de la historia y de presenciar de nuevo un desastre como el de Gallipoli.
Ahuyentar fantasmas
El filme de Jonathan Teplitzky –que es incapaz de transgredir las reglas no escritas que rigen cada uno de los «biopic» recientes y repite con empobrecedora fidelidad cada uno de los puntos que definen este género desde el comienzo hasta el final: interpretación excelente, ambientación ejemplar, una malsana complacencia en recrear lentos planos para que el público admire la caracterización del personaje y una ejecución tan correcta que acaba perjudicando el conjunto– refleja el agrio enfrentamiento que Churchill mantuvo con los comandantes en jefe de la operación «overlord» –sobre todo Eisenhower y Montgomery–. Para él, todo el plan estaba avocado al más completo de los desastres, a sembrar las orillas de cadáveres –algo que sólo sucedió en Omaha– y conminaba a revisar, desde el principio hasta el final, la estrategia del desembarco.
Este es un Churchill que ya no comprende la mecánica de la guerra moderna, impedido, por hastío y vejez, para discernir las diferencias bélicas que se han abierto entre 1914 y 1939; un hombre impedido, por época, por edad, por cansancio, para entender que ya no queda más tiempo que agotar en la contienda contras los alemanes y que hay que arriesgar el todo por el todo. Lo habitual es que el cine refleja los momentos álgidos de los personajes famosos, pero, y esto es un punto a favor de esta cinta, aquí sucede todo lo contrario: lo que se retrata es a la figura en su momento más bajo, en los instantes de debilidad, cuando solo es un político enfadado, cegado por el egocentrismo, que intenta enmendar la plana a los generales sin caer en la cuenta de que él ya solo es un civil, no un militar. Es un político en declive, que no puede disimular su decadencia ni entre sus propios colaboradores, pero que, como es habitual a lo largo de su trayectoria, al final extrae de su alma desgastada un último gesto de grandeza que lo redime de sus faltas y sus pecados, y que le ayuda a ahuyentar definitivamente los fantasmas que le acosan por los yerros cometidos en el pasado y mirar hacia el futuro con optimismo. La guerra se ganaría.

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