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Guillermo del Toro: «Los cuentos de hadas son muy políticos»

El director mexicano ha logrado 13 nominaciones al Oscar con «La forma del agua», la fábula de una empleada de limpieza que se enamora de un monstruo marino en la que homenajea al cine de género y pontifica sobre la empatía.
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El director mexicano ha logrado 13 nominaciones al Oscar con «La forma del agua», la fábula de una empleada de limpieza que se enamora de un monstruo marino en la que homenajea al cine de género y pontifica sobre la empatía.
¿No es fantástico que el hombre que se enamoró del cine mientras veía «King Kong» un domingo por la tarde, ante un cubo lleno de pollo frito, esté nominado a trece Oscar? ¿No es fantástico que el hombre que se identifica con la criatura de Frankenstein, a la que considera «un mártir, un hermoso Mesías», haya ganado el León de Oro de la Mostra de Venecia con «La forma del agua»? No es extraño que, para Guillermo del Toro, los monstruos sean como iconos religiosos. Si hay algún rasgo común en toda su filmografía es, precisamente, el hecho de considerar al Monstruo no como una encarnación de la Otredad sino como una advertencia de la monstruosidad de lo que se considera normal. La historia de amor entre una empleada de la limpieza que no tiene voz y una criatura anfibia parece rubricar con letras doradas el atlas formal y temático que el cineasta mexicano lleva dibujando desde «Cronos» hasta «La cumbre escarlata».
–¿Por qué decidió situar la historia de «La forma del agua» a principios de los sesenta?
–Está ambientada en 1962, pero habla de hoy mismo. Cuando los americanos dicen que quieren volver a hacer de América una gran nación, están soñando con esa época. En 1962 en América todo tenía que ver con el futuro: con la modernidad de las casas y los barrios, con la carrera espacial, con la imagen que quería darse de la mujer en el ámbito doméstico, con la serie «Los supersónicos»... Kennedy estaba en la Casa Blanca, es Camelot, es una época dorada... Sin Kennedy, América sigue involucrada en la guerra del Vietnam y llega el desencanto. Fue la última vez que América creyó en un sueño que nunca cristalizó, y de ahí que todos los «ismos» (el racismo, el sexismo, etcétera) tan presentes en ese periodo sean, en cierto modo, los mismos de la América del presente.
–En la película, el Gobierno es, en cierto modo, la encarnación del Mal. No sería difícil encontrar a un personaje como el de Michael Shannon trabajando en la Administración de Trump.
–El cine de terror y los cuentos de hadas son muy políticos. La película pretende ser un antídoto a la hostilidad del presente, dar una respuesta humanista a este clima de odio y conflicto. Quiere mostrar empatía con la imperfección, con la belleza de la humildad, y por eso invierte los códigos de la cinta de monstruos y los convierte en materia de fábula. Si, en general, la imagen de un monstruo que lleva a una mujer en brazos se asocia con el horror, ¿por qué no transformarla en una imagen hermosa?
–Doug Jones, que ha trabajado con usted en «Hellboy» o «El laberinto del fauno», encarna, otra vez, al Monstruo, aunque aquí es también galán romántico.
–Era importante que el diseño de la criatura fuera convincente. Me inspiré en un montón de cosas: en una carpa japonesa, en las salamandras, en el cuerpo de un nadador y en el de un torero. Queríamos que fuera un pez sexy. Los primeros modelos eran en tres dimensiones, nada de efectos digitales. Necesitaba ver el músculo de la criatura, el volumen que ocupaba.
–¿Cómo concibió el complejo diseño cromático de este filme?
–Quería que pareciera que la mayor parte está ocurriendo bajo el agua. Que el azul cian y el verde predominaran en el mundo de la protagonista y que contrastara con el amarillo dorado, cálido, del mundo de los que la rodean.
–Hablando del agua, la utiliza como «leitmotiv» simbólico...
–El agua es el elemento más fuerte, más resistente, que existe, porque no tiene forma. Suave y maleable, pero puede destruir una roca. Lo mismo podemos decir del amor. El amor adquiere la forma de la entidad que lo experimenta. No importa que dos personas sean diametralmente opuestas, como muestro en la película, o que lo sean en lo racial, en lo político o en lo sexual. Si te enamoras, te enamoras. No se necesita permiso de nadie para que eso ocurra. Y no hay nada que lo explique, por mucho que intentes encontrar las palabras para hacerlo. Por eso Elisa es muda. Y encuentra esas palabras cuando canta en sus sueños, cuando se imagina como protagonista de un musical clásico. Podría haberla titulado «La forma del amor», pero es el agua el medio que los unirá. Hay algo de sensual, de amniótico, en el agua, que es, después de todo, el elemento en que sobrevive la imaginación de Sally.
–Hay algo en esa mudez, que en el mundo onírico se transforma en canción, que me recuerda el final de «Luces de la ciudad», cuando la florista recupera la visión, nace el amor con el vagabundo...
–Para mí, el acto de amor es muy simple. Alguien que te ama sabe verte, te reconoce, se reconoce en ti. La ideología puede cegarte, poner una barrera entre tú y el otro, y es ahí donde la auténtica esencia del ser humano se hace invisible a los ojos de los demás. Por eso hay tantos «invisibles» en el filme: desde la protagonista hasta el monstruo, pasando por la amiga negra, el gay y el espía ruso. Están ahí, pero nadie los quiere ver.
–Uno de los aspectos más llamativos de «La forma del agua» es el tratamiento que hace del sexo.
–No quería que fuera una princesa de Disney, ni que la película fuera «La bella y la bestia». Por eso la enseño masturbándose al principio... Tiene tres minutos para hacerlo, tres para desayunar y tres para ir al trabajo. Para mí era importante anclar su deseo, convertirlo en real, aunque eso resulte chocante para algunos. Mucha gente piensa que el sexo y la pureza son antitéticos. Y yo les digo: ¡que les jodan! Soy mexicano, para mí todo vale. ¿Por qué una mujer y un monstruo no pueden practicar sexo? Quería que eso ocurriera de una forma orgánica, natural y hermosa. Recuerdo la primera vez que vi «La mujer y el monstruo» de Jack Arnold, con la criatura nadando bajo Julie Adams y pensé: ¡esto es jodidamente bello!

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