Gus Van Sant, indomable, pero menos
El director presenta en Berlín «Tierra prometida», con Matt Damon, maltratada por la crítica norteamericana
Diseñada para concurrir como cabeza visiblemente liberal en la carrera hacia los Oscar, «Tierra prometida»se presentó ayer a concurso en la Berlinale con la cabeza gacha, como una mascota que llega a Europa con ganas de que le acaricien después de una regañina. La crítica norteamericana ha sido muy dura con la última película de Gus Van Sant, como si nunca hubieran aplaudido ninguna otra denuncia moralizante y progresista de este calibre. Y el calibre con que dispara «Tierra prometida», y ése es su mejor encanto, es pequeño, humilde, sin estridencias. Van Sant confesaba ayer a este diario que los Oscar no entran en su agenda y que el fracaso de la película en Estados Unidos «tiene que ver con que a los liberales no les gusta que Hollywood les diga cómo deben pensar. En los setenta Hollywood era capaz de tener una voz en estos temas, pero la situación ha cambiado, es más complicada: la acción política es una cosa, los mensajes son otra».
Aspirante a James Stewart
Con una timidez que parece condenar cualquier declaración a la vacilación y los puntos suspensivos, Van Sant evocaba el nombre de Frank Capra para definir el optimismo de una fábula entre política y ecológica que reivindica, con la inocencia de algunos cineastas clásicos (añadiríamos a la nómina a King Vidor), que la integridad de los valores americanos reside en las maltratadas pero unidas comunidades rurales. Cuando Steven (un magnífico Matt Damon, aspirante a nuevo James Stewart) y su colega Sue (Frances McDormand), representantes de una poderosa compañía de gas, aterrizan en un pequeño pueblo de la América profunda para convencer a sus habitantes para que vendan sus tierras con el fin de iniciar las pruebas de prospección, se encuentran con una comunidad hipotecada hasta las cejas. Pero las voces disidentes –¿contaminación del agua?, ¿ganado muerto?– no tardan en aparecer, y entonces la película se transforma en la toma de conciencia de un hombre corriente, que sólo quería hacer bien su trabajo y que empieza a desconfiar de la ¿buena fe? de sus jefes.
«Tierra prometida» tenía que ser la ópera prima de Matt Damon, pero problemas de agenda y conciliación familiar acabaron por disuadirle. El que fue Jason Bourne, que firma el guion junto a John Krasinski, confió en Van Sant, con el que había trabajado en tres ocasiones, para llevar el proyecto a buen puerto. «Es una película sobre el mundo de los negocios y las grandes corporaciones. Pensaba en filmes de los sesenta como "El hombre del traje gris", en los que las empresas eran el nuevo demonio a combatir», afirma Van Sant. «Mi padre era comercial y sé de lo que hablo». El autor de «Mi Idaho privado», que vivió en una comunidad dedicada a la agricultura ecológica durante un tiempo, idealiza el medio rural y no cesa de subrayar quiénes son los malos de la película. «Quería retratar el miedo a la rapidez con que una corporación toma el control de una situación, y cuando se le piden cuentas, puede mentir impunemente, porque no hay unas leyes que se lo impidan», admite. El mensaje es transparente, incluso demasiado, y el giro de guión que moviliza el tercer acto del relato es discutible y tramposo, pero la dirección de Van Sant, modesta y delicada, y el sensible trabajo de los actores dignifican el resultado final.
Impulsos pendulares
«Tierra prometida» pertenece al tramo más tradicional de la filmografía de Van Sant, la de «El indomable Will Hunting», «Descubriendo a Forrester» o «Mi nombre es Harvey Milk». Reconoce que se mueve por impulsos pendulares: «Cuando percibo que llevo demasiado tiempo siendo experimental, busco proyectos que me demuestren que aún recuerdo cuáles son los límites de la tradición, y al revés». Da la impresión de que nunca ha tenido problemas para moverse en el laberinto de despachos y exigencias de los ejecutivos, quizás porque tiene una opinión muy clara sobre la industria: «Hollywood tematiza el dólar. Es su único motor narrativo. Recompensa a los que sacan partido de ese dólar, a los que lo multiplican, y castiga a los demás. Actúa, claro, como una gran corporación como MacDonald,s, y utiliza ingredientes tanto o más tóxicos que los que encontramos en las hamburguesas».
En el paraíso insípido de Ulrich Seidl
Las tres películas que se proyectaron a la sombra de «Tierra prometida» lidiaban con el sexo y sus circunstancias. El sexo y su negación: Ulrich Seidl juega, en «Paradise: Hope», el capítulo que cierra su última trilogía, con las expectativas del público. Cuando todo apunta a que la chica de trece años que participa en un campamento de verano para obesas va a mantener relaciones sexuales con el médico de guardia, Seidl elude el conflicto. Sin polémica, sin transgresión, su cine es un documental neutro, insípido. O una tomadura de pelo, como mejor lo prefieran. El sexo y su negación II: en «In the Name of...», la polaca Malgoska Szumowska presenta a su hombre atormentado, que se metió a cura para escapar de sus deseos homosexuales, en una parroquia rural en la que recalan chicos difíciles, recién salidos del reformatorio. La tentación se le aparece en forma de joven y el castigo en forma de rubio ángel exterminador. El problema es que el acercamiento de la cineasta a su héroe es epidérmico. No sabemos nada de su crisis de fe, o de su rechazo social, y la pregunta es inevitable: ¿Por qué no vivió tranquilamente su homosexualidad? El sexo y su (triste) sublimación: así la retrata el actor Joseph Gordon Levitt en su ópera prima, «Don Jon's Addiction», fuera de concurso. En su ingenuidad, la película intenta explicar el proceso por el cual un adicto al porno por internet descubre la diferencia entre «fornicar» y «hacer el amor». Suena banal, y lo es, pero el filme es plácido y honesto, Scarlett Johansson es una «juani» estupenda, y, por el camino, se nos cuentan un par de verdades sobre por qué pensamos en el otro sencillamente como en un objeto.