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Hasta el último día, cineasta

Manoel de Oliveira falleció a los 106 años. A lo largo de su extensa filmografía, reflejó la historia de su país y se preocupó por abrir nuevos caminos expresivos en el cine
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Manoel de Oliveira falleció a los 106 años. A lo largo de su extensa filmografía, reflejó la historia de su país y se preocupó por abrir nuevos caminos expresivos en el cine
El teórico francés Raymond Bellour decía que Manoel de Oliveira (Oporto, 1908) era el único cineasta que conocía que había sido capaz de contar la historia de su país en un solo largometraje («No, o la vana gloria de mandar»). Algo tuvo que ver su celebrada longevidad (ha muerto al pie del cañón a los 106 años) con esa amplitud de miras: que tu vida dure lo que dura un siglo tan convulso como el XX –con dos guerras mundiales y, en el caso de Portugal, una dictadura, la de Salazar, que se extendió a lo largo de cinco décadas, más larga aún que la de Franco– ha de darte el poder suficiente para entender cosas que los demás mortales no entendemos. Y, sin embargo, como señala el crítico Jonathan Rosenbaum en un artículo publicado en la revista «Sight & Sound» que no se distingue por su condescendencia, el cine de Oliveira fue más bien apolítico. Por mucho que el director de «El valle de Abraham» considerara que el 25 de abril de 1974, el día que cayó Salazar, se produjo el acontecimiento histórico más importante del siglo XX, nunca se preocupó de morder con saña los mecanismos del poder. No era su estilo. Hijo de la burguesía lusa –su padre era el dueño de la primera fábrica de bombillas de Portugal–, firmó su primer cortometraje, «Douro Faina Fluvial», en 1931, cuando sólo tenía 23 años.
El padrino del cine portugués
«El cine es un espejo de la vida», repitió en varias entrevistas. Y siguiendo ese credo, la primera etapa de su filmografía, marcada por el peso de la dictadura y las dificultades de financiación, se definió por su compromiso con el formato documental, incluso en su ópera prima, «Aniki bóbó», de 1942, que está considerada como un precedente del Neorrealismo y cuyo fracaso de público le hizo reconsiderar su carrera en el cine –en treinta años sólo dirigió dos largos más, «Acto de primavera», en 1963, y «O pasado e o presente», en 1972–. En este dilatadísimo paréntesis, Oliveira se las apañó para forjar un mito, el de padrino del cine portugués, que en verdad cristalizó en la década de los ochenta, cuando ya había cumplido setenta años. Este crítico no conoce ningún otro caso como el de Manoel de Oliveira: es el único cineasta de la historia que ha producido el grueso de su carrera, a película por año, en su vejez. Como si Woody Allen, otro prolífico e ilustre sagitario, hubiera decidido empezar a trabajar a destajo después de dirigir «Match Point».
Creo que lo más admirable de Manoel de Oliveira no era su dominio del «tempo» del plano fijo, ni su radical investigación de la relación entre texto e imagen (llevado hasta el extremo en películas tan straubianas como «O dia do desespero»), ni la inteligencia con que analizaba los pormenores dramáticos del «amour fou», ni su conmovedora fidelidad a una «troupe» de actores (Luis Miguel Cintra, Leonor Silveira, su nieto Ricardo Trepa) que funcionaban como una compañía teatral. Lo más admirable era su vitalidad, su sentido del humor, la fina ironía que se filtraba incluso en sus adustas, áridas adaptaciones literarias. Por eso prefiero sus películas menores, breves, en las que notamos que, detrás de la cámara, hubo un hombre que amaba a las mujeres, que usaba bastón por coquetería, que se reía de ese espectador que esperaba de él la severidad asociada al cine de autor de línea dura.
En «Los caníbales» firmó una versión apócrifa de «El discreto encanto de la burguesía» en clave de ópera bufa. En «La carta» contrató al cantante pop Pedro Abrunhosa, siempre oculto tras unas gafas de sol entre «cool» y macarras, para interpretar al duque de Nemours imaginado por Madame Lafayette en «La princesa de Clèves». En «Belle Toujours» se atrevió a inventar una secuela de «Belle de jour», de poco más de una hora de duración, que funcionaba como guiño a Buñuel y como declaración de principios del surrealismo implícito en su propio cine.
Sin valores
«Singularidades de una chica rubia» y «El extraño caso de Angélica» pueden entenderse como su homenaje al Alfred Hitchcock de «La ventana indiscreta» y «Vértigo» respectivamente. La irresistible ligereza de todas estas miniaturas de orfebre demuestra que hubo muchos Manoel de Oliveira, no sólo el maestro venerable y centenario. El jocoso provocador, pero también el viejo conservador capaz de decir que «las madres ahora tienen que trabajar y no les pueden dedicar tiempo a sus hijos, por eso les ponen a ver la televisión. Hemos perdido nuestros valores» sin ruborizarse.
El visionario que parecía un dandi, que imaginaba Europa como un crucero babélico en «Una película hablada» que le brindó a Mastroianni una última interpretación memorable en «Viaje al principio del mundo», que estaba convencido de que si se quedaba quieto, se moría. Una pena: ayer fue el día en que descubrimos que los inmortales también mueren.

Ochenta años dedicado al cine

Poco después de cumplir los veinte años, Manoel de Oliveira, que había nacido en la bella Oporto y que hasta ese momento era un joven apasionado por las carreras de coches, a las que se dedicaba con entusiasmo (llegó a participar en algunas e incluso pilotar). El cine se cruzó en su camino y a él ha dedicado su vida. Entera, pues la muerte le ha cogido prácticamente con un pie en el set de rodaje. Sesenta son las películas que deja como legado este cineasta de 106 años que confesaba no sentir miedo a la muerte, «sino al sufrimiento». Al final de su larguísima trayectoria fue a una por año.

Paulo Branco, 25 años con el maestro

Trabajó con él durante 25 años y ayer, el productor Paulo Branco demostró su admiración por el maestro: «Es muy difícil definirle a él y a su cine en pocas frases porque su obra resulta muy diversa. No olvidemos que tuvo que enfrentarse con una situación política adversa y que prácticamente fue lapidado tras estrenar ‘‘Amor de perdiçao’’ (1978). Nuestra colaboración arranca en 1979, cuando me invitó a trabajar en ‘‘Francisca’’. Es una lástima que en Portugal, que sigue siendo un país demasiado pequeño para la dimensión de su obra, no se le valore, un hombre que se reinventaba permanentemente». En la imagen, De Oliveira, junto a un coche de carreras.

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