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James Franco vuelca su furia en Faulkner

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Cubierto con una gorra de béisbol y vestido con su acostumbrada timidez (¿o será pose de artista maldito?), James Franco recibió ayer el premio Glory to the Filmmaker en la Mostra de Venecia aprovechando que presentaba, fuera de concurso, «El ruido y la furia», su nada desdeñable adaptación de la obra maestra escrita por William Faulkner. Dicho premio, que celebra la originalidad de la trayectoria de un cineasta, ha recaído, en otras ediciones, en Takeshi Kitano, Abbas Kiarostami o, sorpresa, Sylvester Stallone. Como puede advertirse, el criterio es más bien laxo, pero sin duda James Franco, de 36 años, es el más joven de sus depositarios. Da la impresión de que el actor californiano quiera imitar a Fassbinder en su enloquecida productividad: solamente en 2014 le contamos once créditos como actor, cuatro como director y dos obras de teatro, «De ratones y hombres», en Broadway, y «The Long Shrift», en el off-Broadway.
Hay algo esencialmente admirable en un tipo que se lanza a la dirección adaptando a Faulkner, McCarthy y otra vez a Faulkner. Y que lo hace buscando soluciones estéticas y narrativas (por muy discutibles que sean) que sirvan visualmente a los experimentos con el lenguaje y el punto de vista de los escritores que le gustan. Todos los que hayan leído «El ruido y la furia» saben que es tan imposible de adaptar como el «Ulises» de Joyce. Sin embargo, y fuertemente influido por el estilo asociativo de Malick, James Franco logra que los monólogos interiores de cuatro de los miembros de la familia Compton se traduzcan en imágenes mentales que se corresponden con el carácter y la sensibilidad de cada uno de ellos, y a pesar de los saltos en el tiempo, la historia llega con claridad al espectador.
Un torrente de gestos y palabras
«Hubo una primera versión de "El ruido y la furia"», recordó James Franco ayer en rueda de prensa, refiriéndose a la adaptación que protagonizaron Yul Brynner y Joanne Woodward, dirigidos por Martin Ritt. «Era una buena película, pero cuando la adaptaron, sólo se quedaron con la historia, no con la estructura. Y para mí lo importante es cómo está contada». Las pantallas partidas y las voces superpuestas de «Mientras agonizo», el debut de Franco en el largometraje, dejan paso a un relato más limpio, más maduro, en «El ruido y la furia». Una trama simple, el declive de una familia sureña, que William Faulkner definió, dijo Franco, como «la historia de tres hermanos que quieren verle las bragas a su hermana».
Uno de esos hermanos, Benji, es retrasado mental. En la novela, su monólogo es un torrente de gestos, imágenes y palabras casi imposible de descifrar. Es el personaje que, de forma harto discutible, ha escogido interpretar el mismo James Franco. «Cuando dirijo, no me gusta actuar», afirmó. «Es mucho más satisfactorio dirigir a otros actores. Si actúo mientras dirijo, estoy minando mi relación con los demás intérpretes. Aunque es cierto que si yo estoy en el reparto, ayudo a mi productor a vender la película». Ninguno de sus tres largos (inéditos, por cierto, en España) ha tenido especial eco en la taquilla, pero a Franco no parece importarle mucho. «Aprendí un montón haciendo "Superfumados"», confiesa. «Aprendí que puedes hacer una película con tus amigos y disfrutar de ello, aunque sea una película de lo más deprimente. Es algo que ya decía Ingmar Bergman». La nota de alta cultura, que no falte.
Drones aburridos
He aquí una cinta bélica que dilapida su singularidad, que no solamente reside en su feroz actualidad (los drones se han convertido en el futuro del armamento aéreo), sino en redefinir los espacios donde se libran las batallas en nuestra época: un cubículo que parece un locutorio más o menos sofisticado donde los pilotos (virtuales) parecen practicar un videojuego en línea cuando lo que hacen es matar a control remoto.
En la película «Good Kill», último título a competición, el guionista de «El show de Truman» extiende el discurso crítico de «El señor de la guerra» al periodo del presidente Obama, aunque el mensaje pertenece a esa zona oscura que existe entre la hipocresía y la doble moral, tan cara a los americanos cuando se ponen a hablar de su tendencia al intervencionismo. De lo que se habla en el filme es de Afganistán, y de la crisis de identidad de un piloto de drones (un hierático Ethan Hawke) al que le gustaría volver a pilotar aviones de combate, pero, a pesar de la debacle moral del protagonista, parece que su jefe tiene la clave para entender la posición de Andrew Niccol: si no los matamos nosotros, nos matarán ellos. Moralejas aparte, el director de «Gattaca» y «Simones» se encuentra con el dilema de dar dinamismo y suspense a una cinta bélica que mayormente se desarrolla entre cuatro paredes y fracasa en el intento. El tedio no se lleva bien ni con las películas de tesis.

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