La fe mueve montañas
Director: Mel Gibson. Guión: Robert Schenkkan y Andrew Knight. Intérpretes: Andrew Garfield, Sam Worthington, Vince Vaughn. Australia-EE UU, 2016 .Duración: 131 minutos. Biopic bélico.
Algunas estrellas creen que su poder icónico es un mensaje dentro de una botella. No hablamos tanto de instrumentalizar los privilegios del «star system» como de utilizar a sus personajes como representaciones virtuales de su propia vida. La interpretación se convierte entonces en un espacio de escritura autobiográfica, un modo de expresión que juega y reflexiona con las difusas fronteras que existen entre su imagen pública y privada. Hay ejemplos palmarios: Clint Eastwood sería el más llamativo, aunque el Tom Cruise de «Eyes Wide Shut», «Magnolia» y sus dos siniestras aventuras spielbergianas, y Scarlett Johansson y las mutaciones digitales de su cuerpo rotundo en «Her», «Under the Skin» y «Lucy», no le van a la zaga. Es, también, el caso de Mel Gibson, que ha utilizado su carrera como actor y cineasta para explicarse a sí mismo como ese mártir incomprendido que tendrá que ganarse el respeto del mundo demostrando que la fe, la suya, mueve montañas.
En ese sentido, el Desmond Doss de «Hasta el último hombre», miembro de la Iglesia Adventista del Séptimo Día que salvó la vida de 76 compañeros en la cruenta batalla de Okinawa sin tocar una sola arma, es un perfecto «alter ego» de Gibson, o al menos de cómo él se percibe a sí mismo; esto es, como un Cristo con uniforme que, contra viento y marea, resurgirá de sus cenizas una y otra vez, para demostrar a los escépticos, a aquellos que en su día le humillaron, cuál es la auténtica magnitud de su valentía y capacidad de sacrificio. En ese sentido, «Hasta el último hombre» funciona como una excelente operación de autopromoción: por un lado, en su primera parte, la más clásica, el director de «Apocalypto» evoca el estilo elegíaco de Eastwood para legitimarse como cineasta sensible a las causas patrias, aunque a su personaje le falten los claroscuros que ensombrecen hasta al más idealista de los héroes eastwoodianos; por otro, en el fragor de la batalla, se deja literalmente las tripas facturando la que, probablemente, sea la película bélica más violenta que jamás se haya filmado, mientras proclama el mensaje antibelicista de su sosias en la pantalla. Gibson vale tanto como la suma de sus contradicciones: aunque hay un evidente desequilibrio entre las dos partes de la película, la visceralidad de su larga visita a las trincheras de Okinawa demuestra sobradamente que por sus venas corre el cine puro, aquel que Sam Fuller reivindicó en el «Pierrot, el loco» de Godard: «Una película es como un campo de batalla. Amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra: emoción».