Rebeca vuelve a Manderley
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La actriz que recibió el Oscar por «Sospecha» falleció anoche en su residencia de Carmel (California), a los 96 años.
Rebeca tenía nombre de ausencia. Un fantasma, impregnado en cada cuadro, en cada mueble, en cada piedra de Manderley. No es casual, pues, que no conociéramos el nombre de pila de la protagonista, a la que todos se referían como «señora de Winter». Le ocurría lo mismo a Joan Fontaine, una actriz casi desconocida que, como una intrusa, se introducía en un mundo hostil, que la miraba de reojo, como si no hubiera hecho suficientes méritos para estar en la primera película americana de Alfred Hitchcock. Cuando el Mago del Suspense vio los efectos (tembleques, timidez desmesurada) provocados por el maltrato de Laurence Olivier a Fontaine –el actor británico había movido cielo y tierra para que su mujer, Vivien Leigh, fuera su «partenaire» en la pantalla–, dio severas instrucciones al resto del equipo para que todos se comportaran igual con ella. Había que odiarla, despreciarla, empequeñecerla. Robarle el nombre, la identidad.
Ella misma había empezado su carrera como actriz a la sombra de su hermana Olivia, que conservó el apellido de su familia (De Havilland). Enfrentadas por una rivalidad sin límites, Joan Fontaine cortó lazos hasta cambiarse el apellido. Por desgracia, una de las candidatas –hubo más, muchas más, como en toda producción del megalómano David O'Selznick: Carole Lombard, Anne Baxter, Maureen O'Hara, Loretta Young– para protagonizar «Rebeca» era su hermana Olivia, aunque ésta, que estaba comprometida para interpretar «Caballero y ladrón» bajo contrato de la Warner, blandió su orgullo por bandera y prefirió retirarse de la competición para no llegar a las manos con su hermana. Fontaine lo tenía todo en su contra: no era una estrella. Sólo después de ver su interpretación como mujer tímida y desvalida en «Mujeres», de George Cukor, Hitchcock accedió a hacerle una prueba. El resultado es Historia del Cine: un trabajo memorable que estuvo a punto de hacerle ganar un Oscar, premio que recibiría, un año después, con «Sospecha».
Su belleza frágil y su mirada perdida, a un paso de lo neurótico, construían un personaje que, aplastado por el espacio de una mansión casi embrujada, un marido reservado y un ama de llaves enamorada de su antigua señora, parecía un pájaro herido. Envuelta en delicadas chaquetas de punto (esas prendas que, en España, empezaron a denominarse con el nombre de la película, rebecas), era una antigüedad a punto de romperse. Fontaine fomentó esa vulnerabilidad desde el trabajo con el cuerpo, permanentemente encogido y replegado, y con la voz, balbuceante, un murmullo que pide permiso para cruzar la garganta. Un prodigio de sensibilidad gestual que marcó a fuego lento sus mejores papeles («Sospecha», «Jane Eyre», «Carta de una desconocida»), modelado, sí, bajo el influjo de una mujer fantasmagórica, a la que el espectador nunca pone rostro.