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Un día de furia a la española

Es su ópera prima, pero Raúl Arévalo ha logrado que la Prensa internacional se rinda ante «Tarde para la ira», que fue recibida con aplausos en la Mostra y que ahora dispara en las pantallas de nuestro país
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Es su ópera prima, pero Raúl Arévalo ha logrado que la Prensa internacional se rinda ante «Tarde para la ira», que fue recibida con aplausos en la Mostra y que ahora dispara en las pantallas de nuestro país
Raúl Arévalo (Móstoles, 1979) está apaciblemente sentado en el jardín del hotel Quattro Fontane, al lado del centro de operaciones de la Mostra de Venecia. El pase de público de «Tarde para la ira», su ópera prima presentada en la sección Orizzonti, ha sido un éxito y las críticas de la prensa internacional son entusiastas. Camisa blanca y cigarro en mano, responde a las preguntas de periodistas españoles e italianos con una sonrisa. La película, es vox pópuli, tiene una larga vida por delante.
–Uno de los rasgos más llamativos de «Tarde para la ira» es su vocación hiperrealista, un estilo reforzado por los espacios que ha escogido para la trama...
–Quería contar una historia de violencia pero huyendo de la violencia como espectáculo. Puedo disfrutar mucho del cine de Tarantino o de Álex de la Iglesia, pero prefería que la violencia de la película fuera más áspera, más seca, más como la vida misma. Era importante situar a los personajes en lugares que yo conocía, y ahí he tirado de lo personal. Mi padre tenía un bar en Móstoles, la forma de hablar de los personajes es la que tiene la gente con la que me he criado, las carreteras de Castilla y el pueblo de mis padres, en Segovia, era donde rodé... Me conozco muy bien la periferia de Madrid.
–La película retrata una España que no estamos acostumbrados a ver en nuestro cine, al menos en el reciente.
–Defiendo el cine con identidad, cuando lo local se convierte en universal. No es extraño que, en festivales internacionales, hayan triunfado el cine de Saura, Berlanga o Almodóvar, que son muy españoles. Eso para mí representa la Marca España. En cierto modo se trata de retratar tu país consiguiendo que sea creíble y cercano.
–¿Le ha sido fácil levantar el proyecto? ¿Hasta qué punto su éxito como actor le ha facilitado el camino para convertirse en cineasta?
–Ha sido un proceso largo, que ha durado ocho años, tres trabajando el guión junto a David Pulido, que es amigo y psicólogo, y el resto intentando levantar la producción de la película, que no ha sido fácil. Hemos tenido tiempo de madurar como personas, de nutrirnos de lo que veíamos y leíamos, y de depurar el guión al máximo. Mientras tanto, he ido vampirizando a todos los que se dejaban, no sólo a los directores con quien tenía más confianza sino también a miembros del equipo técnico. Los años de espera me han servido para aprender.
–¿Qué vino primero, las ansias de interpretar o de dirigir?
–Yo fui un niño muy vergonzoso. Huía de todas las funciones del colegio y me escapaba al aula de informática. Eso sí, era muy cinéfilo desde pequeño. Mi padre se compró una cámara de vídeo y yo hacía cortos con mi hermana, con mis primos, con los amigos del instituto, bastante «gore». A los diecisiete, me entró la curiosidad por la profesión de actor, hice un curso y me encantó, y entonces estudié interpretación. En estos once años de carrera me ha ido muy bien, pero siempre tenía la ilusión de cumplir mi sueño, que era ser director.
–¿Qué aporta de especial un actor cuando se pone detrás de la cámara?
–Entiendes mejor el trabajo del actor, el proceso que atraviesa al componer un personaje. Te resulta más fácil empatizar con sus necesidades, detectar en qué es más fuerte y en qué más vulnerable. Eso lo aprendí mucho de mi segunda película, «El camino de los ingleses», donde Antonio Banderas se preocupaba mucho de saber cómo éramos y cómo trabajábamos para darnos lo que necesitábamos y sacar lo mejor de nosotros.
–Como buen cinéfilo, habrá sido inevitable tener modelos a la hora de lanzarse a la dirección. ¿Cuáles son sus influencias?
–El cine de los Dardenne, de Jacques Audiard, la manera como se trabaja el sonido en Francia, películas como «Gomorra», de Matteo Garrone, el cine de Carlos Saura producido por Querejeta, el quinqui de los ochenta, Eloy de la Iglesia... Me servían como referencia casi inconsciente, porque nunca intenté copiarlos. Si me he acercado a ellos ha sido con respeto y humildad.
–En un momento en que el digital se ha impuesto como formato, a menudo por razones económicas, sorprende que usted haya optado por el Super16...
–Fue una cabezonería mía; justificada, porque iba a favor de la historia, pero cabezonería al fin y al cabo. Rodar en Super16 era una dificultad añadida, porque los últimos laboratorios de España que lo revelaban, que estaban en Barcelona, habían cerrado y teníamos que hacerlo en Rumanía. Queríamos conseguir esa suciedad que requería la película en cuanto a texturas, grano, aspereza. Es algo que el digital aún no puede lograr. Por ejemplo, con el 16 hacer un fuera de foco es bastante fácil, tiene un efecto estético muy Cassavetes. En digital, es peligroso, no resulta atractivo.
–El filme es seco, agresivo, casi antipático. ¿No tenía miedo de perder al espectador medio por el camino?
–Retratar el lado oscuro de un personaje, el de Antonio de la Torre, empatizando con él, fue mi mayor desafío. La venganza nunca es justificable. Otra cosa es aspirar a que el espectador pueda entender las razones del personaje, es la única manera de engancharle al drama. Después de todo, a ese hombre le han jodido la vida.
–Y, a pesar de ello, hay escenas casi cómicas...
–La vida requiere sentido del humor. Un silencio se hace más potente en el momento en que, justo después, irrumpe el ruido o la música. Con el humor pasa un poco lo mismo: hace que lo trágico cale más hondo. Eso, por ejemplo, ocurre en las películas de los hermanos Coen: aligeran la escena para luego pillarte por donde menos te lo esperas.