Vivir rápido, morir joven
James Dean convirtió en icono, mito y referencia al joven aturdido por la adolescencia perdida. Se cumplen 60 años del estreno de «Rebelde sin causa», dirigida por Nicholas Ray, la cual es su máximo exponente
Antes que un rebelde sin causa, James Dean representó al joven aturdido por la adolescencia perdida. El día de su muerte tenía veinticuatro años y solamente se había estrenado su primer filme, «Al este del Edén» (1955), en el que representaba el papel de un inmaduro y neurótico adolescente en busca de identidad. Un joven inconformista que trataba de conocer una truculenta historia familiar que todo el mundo quería olvidar, desencadenando la tragedia por su tozuda insistencia en querer saber la verdad.
No podría llamarse rebelde a este joven de Salinas que buscaba a un padre digno de ese nombre y a una madre que llenara el hueco inconmensurable del amor perdido, de su orfandad. Pero algo perturbador en la interpretación de James Dean del personaje creado por John Steinbeck en su novela «Al este del Edén» produjo el milagro de crear el mito juvenil, reforzado por su muerte en un accidente de tráfico en un coche de carreras Porsche Spyder.
Faltaba calificar y dotar al mito de sentido generacional para redondear la creación del joven rebelde, y eso se logró al estrenarse, dos semanas después de su muerte en accidente, «Rebelde sin causa» (1955), donde Nicholas Ray aureolaba el mito burgués del rebelde sin causa con un papel que hacía del héroe adolescente la representación máxima del joven huérfano de afecto familiar y carente de sentido ante una vida burguesa sin más alicientes que la comodidad. Alguien que se rebelaba contra el orden y el mundo sin saber cómo integrarse en ellos.
James Dean, Sal Mineo y Natalie Wood eran los tres adolescentes que se buscaban en una anodina ciudad de provincias, haciendo de ese peregrinaje un rito de paso trágico. Lo que el filme narraba de forma épica era esa búsqueda afectiva e identitaria, haciéndola universal. Los tres jóvenes huidos del hogar, angustiados ante un mundo que no les comprende, acaban por configurar precariamente un modelo alternativo de familia extensa entre los tres. Alternativa que preludia la fantasía contracultural de la comuna agraria y la ruptura con la familia tradicional de los hippies. El final de «Esplendor en la hierba» así lo anuncia con el héroe convertido en granjero.
Los jóvenes de todo el mundo se identificaron con este nuevo ídolo pop que representaba –en la línea marcada por Monty Clift y Marlon Brando, como rebeldes inspirados por los minoritarios existencialistas neoyorquinos de la «beat generation»–, el advenimiento de los jóvenes como clase de edad y la subcultura juvenil que los ídolos del rock estaban llevando a cabo. La generación beat se reflejaba en James Dean por «su aire triste, deseoso de amor y búsqueda de una razón de existir», según John Clelon Holmes. Dean lo expresaba mejor al decir que «interpretar es mi puerta de salida a mí mismo».
Elvis Presley heredó de James Dean su rebeldía juvenil y trató de emularlo con desigual fortuna en «El rock de la cárcel» (1957) y «King Creole» (1958), pero donde logró superarlo fue en el escenario, con su rabiosa y sexual forma de cantar y moverse, introduciendo tres elementos que James Dean y Marlon Brando expresaban de forma contenida: la sexualidad histérica, la escenificación de la obscenidad y el amaneramiento ambiguo, hasta entonces reprimido en actores y vocalistas, excepto en los cantantes negros gays como Little Richard, que es de donde Jerry Lee Lewis y Elvis Presley toman prestado su desinhibidos movimientos.
James Dean le dijo a un amigo que era consciente de su imagen, en comparación con sus precedentes e idolatrados actores Montgomery Clift y Marlon Brando: «Cómo puedo perder si a un lado tengo a Marlon Brando que grita: “¡Que te den!”; y al otro a Montgomery Clift que te pide: “Por favor, ayúdame”». Era consciente de su singularidad, de su turbadora belleza, y, aunque la angustia de las influencias gravitaba sobre su interpretación, mimética de la de ambos actores, sabía que representaba mejor que ellos la complejidad de los deseos de los jóvenes de finales de los años 50 y su ansia de independencia y búsqueda de nuevas sensaciones, entre ellas las relaciones homosexuales que de forma sibilina introduce Nicholas Ray en la relación triangular de los protagonistas de «Rebelde sin causa».
Todos los ídolos musicales que tomaron el relevo de James Dean siguieron el mismo itinerario de rebeldes pequeño burgueses, ahítos de confort y mimos. Manifestaban abiertamente un malestar cultural cuyo origen era el deseo insaciable de recompensas inmediatas y un compulsivo rechazo de la cultura dominante y el bienestar logrado por sus padres tras la sangrienta II Guerra Mundial.
Al estrenarse «Rebelde sin causa» (1955), en el que representaba de forma idealizada al rebelde adolescente que se revuelve contra una sociedad acomodada, sin más perspectivas vitales que una familia cuestionada y un trabajo alienado, James Dean tocó el cielo de los mitos de una religión laica en la que los adolescentes morían antes de lograr la madurez, abriendo el camino al martirologio pop: «Vivir rápido, morir joven y tener un bonito cadáver». De ahí al Che Guevara sólo era una cuestión de tiempo, de asimilar al rebelde sin causa burgués al mito comercial del revolucionario comunista que es abatido en Bolivia a manos del ejército y la CIA. La contracultura hippie operó el milagro de la fusión de ambos mitos juveniles, de hacerlos confluir imaginariamente hasta darles un sentido unívoco. Andy Warhol los agrupará en sus retratos coloristas en los que Elvis alterna con Lenin y Mao con James Dean y el Che, en un fresco ahistórico desideologizado listo para consumir en el supermercado pop de la cultura juvenil.
Estos tópicos del adolescente cuyo furor de vivir le lleva a encadenarse al sexo rápido, el consumo conspicuo de todas las drogas y el deseo de morir antes de los veinticinco años, ideas subyacentes en el manifiesto futurista de Marinetti y vulgarizadas por la subcultura pop de los años 50 y 60, tienen su origen en el mito de la muerte y resurrección simbólica de James Dean y viene sucediendo desde «el día que la música murió» –verso de la canción «American Pie», de Don McLean–, hasta Amy Winehouse, cuya mayor aportación ha sido su rebelión contra la desintoxicación. Lo que entonces anunciaba la buena nueva de una subcultura juvenil naciente se ha transformado en una pesadilla perpetuada con la extensión de la rebeldía antisocial y la eterna adolescencia hasta la senectud.
Otros Rebeldes
James Dean fue el modelo de rebelde sin causa del cine de Hollywood, imitado por roqueros como Elvis Presley, que fue, a mediados de los años 50, su reencarnación más salvaje. Pero antes de Jimmy Dean estuvo Marlon Brando. En «Salvaje» (1953) interpretaba a un motero descontrolado que aterroriza con su banda un tranquilo pueblo del oeste. Quizás estaba un poco fondón para este papel de Ángel del Infierno enfundado en una chupa de cuero negro, pero inspiró a la generación beat su rechazo a la sociedad consumista norteamericana.
En los años 60, el actor Steve McQueen consiguió emular las poses de rebeldía de Dean actualizándolas. Nadie mejor que él personificó el antihéroe del cine de los años 60 con personajes lacónicos y fríos.
A finales de la década prodigiosa, Dennis Hooper, que ya había trabajado con James Dean en «Rebelde sin causa», se convirtió en el modelo del salvaje contracultural, junto a Peter Fonda, en el filme que mejor define la locura de las drogas y la rebelión hippie contra el «establishment»: «Easy Rider», de 1969.
Pero quienes mejor encarnaron esa violenta confrontación contra lo establecido fueron los roqueros psicodélicos. El célebre «club de los veintisiete», famoso por contar con celebridades que murieron trágicamente a los veintisiete años: Jimi Hendrix, Jim Morrison y Janis Joplin. Al que habría que añadir dos famosos rebeldes del rock, Kurt Cobain y Amy Winehouse.