Cohen, el verso suelto de la música
Estaba cantado. Concretamente por él mismo. Lo hizo en «You want it darker», el álbum publicado el 21 de octubre, y también antes. Leonard Cohen se extinguía y ayer se fue definitivamente. Así lo comunicaron sus próximos en Facebook: «Con profunda tristeza informamos de que el legendario poeta, cantautor y artista Leonard Cohen ha fallecido. Hemos perdido a uno de los visionarios más prolíficos y reverenciados de la música. Se celebrará un funeral en Los Ángeles en las próximas fechas. La familia pide privacidad durante este momento de dolor».
Se va así una vida legendaria, un músico que encarnó como pocos eso que una vez se llamó «la bohemia» y que compuso un material que quedará para los libros de historia. No habrá otro Leonard Cohen porque su estilo era inimitable. Una mezcla de genio, personalidad, originalidad, talento y fe. En definitiva, uno de los grandes artistas de la era contemporánea. «Si queremos expresar la derrota común, procuremos hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y la belleza», es una de sus citas más reconocibles, una frase que condensa perfectamente cómo era el Cohen humano y el Cohen músico. Dignidad y belleza, dos conceptos claves en su vida, dos conceptos claves también en su muerte.
Cerrando ventanas
Cohen llevaba un tiempo cerrando las ventanas de su vida. Podía sentir el frío. «Estoy preparado para morir. Espero que no sea demasiado incómodo», afirmó en una estremecedora entrevista concedida al «New Yorker» con motivo de su último trabajo. «Estás perdiendo demasiado peso, Leonard. Te estás muriendo, pero no tienes que cooperar con entusiasmo en el proceso. Oblígate a ti mismo a comer un sándwich», se decía a sí mismo con excepcional ternura y humor.
Antes ya había hablado en términos apocalípticos al referirse al fallecimiento de una de sus grandes musas, Marianne Ihlen, la mujer que inspiró la inolvidable canción «So Long Marianne». Cohen remitió una carta en la que escribió: «Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos; pienso que te seguiré muy pronto. Que sepas que estoy tan cerca de ti que si extiendes tu mano creo que podrás tocar la mía. Todo el amor, te veré por el camino».
Nacido en Montreal el 21 de septiembre de 1934, descubrió su fascinación por la música al escuchar desde la ventana de su habitación a un muchacho tocar flamenco con la guitarra. Aquel fue el germen de una carrera singular, la de un verso suelto de las artes. Muchos músicos lo consideraron un escritor metido a hacer canciones. Y muchos escritores lo vieron como un músico intentando construir prosa y verso. La realidad se impuso finalmente: era las dos cosas. Antes que la música estuvo la literatura. En sus años de juventud, le interesaban más los versos de los poemas que los de las canciones. La música estaba, por supuesto, pero más como una distracción que como una ocupación. Algunos de sus versos escritos entonces los utilizaría más tarde para algunas de sus canciones más célebres. Su primer libro de poesía lo publicó el 1956 y lo llamó «Let Us Compare Mythologies», dedicado a su padre fallecido cuando él tenía nueve años. Poemas adolescentes, algo torpes pero con indudable encanto.
«The Spice-ox of Earth», de 1961, encontró un Cohen mucho más seguro de sí mismo, una voz más personal, y llegó a un público más amplio. A comienzos de los sesenta, compró una casa en la isla griega de Hidra, donde se dedicaría a esa bohemia que tanto le gustaba: escribir, trasnochar, compartir cama, gozar y deprimirse. Allí completó «El juego favorito» y «Bellos perdedores», sus dos primeras novelas, extraordinarios y complejos ejercicios de escritura completados con masivas ingestas de «speed» y que todavía hoy son vistos como referencias de la literatura «underground». Pero fueron obras sin la repercusión que había soñado.
Algo decepcionado, regresó a EE UU para probar con la música. Para entonces, la revolución cultural ya se había producido y la música había formado parte esencial de ese cambio. Bob Dylan y los Beatles habían abierto el camino hacia algo más profundo y Cohen lo supo interpretar. Fichó por Columbia y grabó «Songs of Leonard Cohen» (1967), fue su primer álbum, un trabajo que disgustó al autor al considerar que la producción de John Simon aguó el sonido que él había pensado. Pero la crítica sucumbió ante el encanto de joyas como «Sisters of Mercy», «So Long, Marianne» o «Suzanne». La canción de autor se abría paso y Cohen aparecía para aportar una voz diferente al folk-rock estadounidense. O, al menos, más profunda y original que la mayoría.
Poemas y anfetaminas
«Songs From a Room» (1969) y «Songs of Love and Hate» (1970) sí contentaron a Cohen, gustoso de contar con la producción en Nashville del gran Bob Johnston, colaborador habitual de su adorado Dylan. «Bird on the Wire», «The Partisan», «Avalanche» y «Famous Blue Raincoat» eran suficientes motivos como para pensar en que Cohen había llegado a la música para quedarse, por muchas inseguridades que atravesara, por muchas críticas que recibiera por una supuesta atonalidad en sus melodías, absolutamente incierta, y a la dificultad inicial del oyente para adentrarse en su mundo. Era más fácil acceder a James Taylor que a Cohen.
Comenzaron años frenéticos: giras, discos, poemas, anfetaminas, bloqueos, fatigas, depresiones, decepciones, alegrías, pérdidas y ganancias. «New Skin the Ceremony» (1974) fue uno de los puntos álgidos de su producción, con la mítica canción «Chelsea Hotel #2» a la cabeza, y en «Death of a Ladies’ Man» (1977) vivió una experiencia aterradora al trabajar junto al lunático productor Phil Spector. Con «Recent Songs» (1979) finalizó una época y Cohen entró en la nueva década con el reposo que da tener la vida resuelta –o eso pensaba– y dedicarse simplemente a crear. También a vivir. Las malas lenguas hablaban de un amante prodigioso, apasionado y esforzado, pero inconstante. Discreto como caballero que era, nunca hizo alardes de sus conquistas. Suzanne Elrod –nada que ver con la Suzanne de su canción– fue la madre de sus hijos, dedicó «Chelsea Hotel» a Janis Joplin, la fotógrafa Dominique Issermann compartió años durante los 80, también tuvo algo con la actriz Rebecca de Mornay y vivió feliz junto a una de sus vocalistas y colaboradoras, Anjani Thomas. Ninguna habló mal de él.
Cohen siempre tuvo claro que la creación sólo era posible con la mezcla de inspiración y trabajo. Desconfiaba de ambos conceptos por separado, de ahí que se tomara con mucha calma la escritura, que revisaba una y otra vez hasta extremos casi enfermizos. Una canción como «Hallelujah», una de sus obras maestras aparecidas en «Various Positions» (1984), le llevó cinco años completarla. El canadiense despediría la década con uno de los trabajos más monumentales de la música contemporánea, «I’m Your Man», donde acudió con inusual destreza al uso de la música electrónica para adornar composiciones tan monstruosas como «First We Take Manhattan», «Ain’t No Cure For Love», «Take This Waltz» o «I Can’t Forget». Hizo una agotadora gira mundial, salió en todas las televisiones y vendió millones de discos. Cohen era una estrella.
«The Future» (1992), menos inspirado que el anterior, y el libro de poemas «Música extraña» llegaron antes de recluirse durante cinco años en un monasterio zen de Los Ángeles, una época que él mismo quiso desmitificar después de leer comentarios sobre una vida dedicada al silencio y el ascetismo. Aquello no le salió gratis, ni mucho menos. Kelley Lynch, mujer de confianza y representante, le traicionó y vendió en silencio derechos y propiedades. Le vació la cuenta. Ya anciano, Cohen tuvo que regresar a las giras y a los discos. Pero no hubo asomo de vergüenza ni compasión. «Old Ideas» y «You Want it Darker», sus dos últimos discos, son extraordinarios. Y los conciertos que dio desde 2008 hasta el final de sus días fueron tan generosos como brillantes. Cohen se entregaba en escena y la audiencia respondía con clamor. «Desde una perspectiva general, y sabiendo que vas a marcharte muy pronto, sabes que cualquier cosa que hagas es minúscula, pero por otra parte es tu trabajo, así que lo tratas con respeto». No es mal resumen de lo que fue una vida consagrada a la creación. Así, con esta elegancia y dignidad, se marchó el verso suelto que fue Cohen, un hombre cuya obra será estudiada en los siglos venideros por su belleza, honestidad y singularidad.