Como una canción protesta de Massiel
Los hijos de la sociedad de la opulencia se rebelaban contra la «tolerancia represiva» de sus padres, que les habían procurado paz, seguridad, estudios superiores y dinero
Los hijos de la sociedad de la opulencia se rebelaban contra la «tolerancia represiva» de sus padres, que tras dos guerras mundiales les habían procurado paz, seguridad, estudios superiores y dinero para gastarlo en música, libros y diversiones.
Quizá el mayor equívoco de Mayo del 68 fue pensar que era una revolución marxista cuando en realidad fue un espectacular acto «situacionista», un «flashMov» tan trivial y pequeño burgués como una canción protesta de Massiel. Se trataba de un acto estético típico de la «sociedad del espectáculo» que con tanto ahínco teorizaba Guy Debord: el espectáculo de lo social, bajo cuya puesta en escena se opera un cambio revolucionaria de costumbres (sic). ¡Menuda puesta en escena en las calles de París! Los adoquines volaban. Godard rodaba. Los hijos de la sociedad de la opulencia se rebelaban contra la «tolerancia represiva» de sus padres, que tras dos guerras mundiales les habían procurado paz, seguridad, estudios superiores y dinero para gastarlo en música, libros y diversiones que ninguno de ellos había gozado desde «La belle époque». Los hechos: la algarabía de Mayo del 68. Los resultados: más De Gaulle y más libertad que nunca. El objetivo: la ilusión comunista de triunfar en Europa con la agitación callejera y el terrorismo juvenil. Mayo del 68 fue la última derrota de la Guerra Civil española, en la que Franco barrió a los comunistas, mientras Europa perdía la Guerra Fría por no plantarle cara al marxismo en las Universidades, donde se adoctrinaba en el odio de clase. Mayo del 68 fue una revolución de la señorita Pepis. Una antigualla ideológica del marxismo-leninismo, anarquismo y maoísmo que aún se resistía a la moda imperante: la contracultura. El hippismo que avanzaba desde San Francisco hacia Katmandú, pasando por Ibiza, con un poderoso eslogan: sexo, drogas y rocanrol. No era esta la revolución de la vida cotidiana que propugnaba Debord, pero es la que fue. La suya, aunar arte y vida, fue la vieja aspiración romántica y vanguardista de disolverse en la tribu. La Internacional Situacionista de Debord proponía acabar con la sociedad del espectáculo mediante la negación de la sociedad. Los «enragés» pretendían acabar con la sociedad entera a adoquinazo limpio. Magna empresa. El galimatías teórico de la espectacularización del mundo se resumía en una verdad hoy manifiesta: la sustitución de la realidad por su imagen, un proceso en el que la imagen acaba haciéndose real. Guy Debord lo resumía así: «En el espectáculo, una parte del mundo se representa ante el mundo, apareciendo como algo superior al mundo». En parte es cierto, pregunten si no a Zapatero, que fue el primero; a Belén Esteban, estrella del «reality show»; o a Pablo Iglesias, el hombre que pudo reinar de no haber confundido su imagen televisiva con la cutre realidad de su yo infatuado. El vídeo de Cifuentes sería el triste corolario de la «ideología materializada» en dos botes de crema antiedad.