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Conquistando a Hannah Arendt

Günther Anders, primer marido de la pensadora, escribió tres diálogos filosóficos que mantuvo con su esposa. Una edición los recupera ahora, junto a su historia de amor frustrada
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La experiencia arrojó a Hannah Arendt a una conclusión paradójica: el mejor refugio contra el amor es un buen marido. Y lo encontró en Günther Anders, un muchacho prometedor, inteligente, disciplinado, bondadoso y descendiente de William Stern, un eminente científico y cofundador de la Universidad de Hamburgo. Sin embargo, aquella boda prematura sólo era una forma hábil de escapismo, una manera formal de eludir el pasado y los sentimientos abruptos y dolorosos que había abandonado precipitadamente en Marburgo. «Cuando me fui de allí estaba firmemente decidida a no amar nunca más a un hombre y luego me casé, como fuera, con cualquiera, sin amor», escribiría ella unas décadas más tarde.
Su matrimonio era de dos, pero, en el fondo, estaba formado por tres. Y el tercero, «ÉL», era Martin Heidegger, con quien mantuvo una intensa relación cuando ella era alumna universitaria en la década de los veinte –la historia, con su perspectiva proclive a los equívocos, convertiría este episodio en una aparente contradicción al unir como amantes a una joven pensadora judía con el maestro alemán que apoyaría el nazismo, aunque esta adhesión sucedería más tarde–. Para dejar atrás las brasas de esos recuerdos, Hannah Arendt optó por casarse y, aquí encontramos otro de los caprichos de la naturaleza sentimental. Un hombre joven, con talento para el humor, atento, de su misma altura intelectual en principio, capaz de conducirla por los meandros del arte y la música, y sostener con ella conversaciones filosóficas, sin embargo, no le despertó una gran emotividad marital. Incluso, podría decirse, que lo suyo estaba condenado al fracaso desde el principio.

Retrato íntimo

Cuando Günther Anders conoció la muerte de su primera esposa, la vida le devolvió el amargo recuerdo de que esa mujer fue uno de sus amores más sinceros. Una memoria que le ayudó, curiosamente, a superar el abandono de su tercera esposa (ambos sucesos coincidieron en el tiempo). Anders comenzó, a partir de unas notas que había guardado, a reconstruir esas conversaciones que transcurrieron en Drewitz, en la terraza de un piso que apenas tenía dormitorio, cocina y un salón pequeño. Estos diálogos –que se reúnen ahora en castellano en el volumen «La batalla de las cerezas» (Paidós), que saldrá a la venta el próximo 24 de enero, y que aportan, además, una semblanza breve de este matrimonio– revelan las diferencias filosóficas y religiosas (él era totalmente ateo) que los unían y a la vez los separaban. Unas líneas, también, que están trufadas de pequeños detalles y apuntes que describen la actitud de Hannah Arendt, que completan su retrato desde el umbral de la intimidad. Pero, si para él ella formaba parte de un recuerdo inmarcesible, para ella no fue más que un escalón en su vida, una salida de urgencia, un pasaje para el olvido. Él evocaría: «Conquisté a Hannah en la fiesta al observar mientras bailábamos que amar es el acto por el que convertimos algo a posteriori –a saber: ese otro al que conocemos accidentalmente– en un a priori de nuestra propia vida. La realidad, sin embargo, no confirmó esta hermosa fórmula». En cambio, ella, a través de una carta, le contaría a su antiguo amante su nueva relación en estos términos tan diferentes: «Me acerco hoy a ti con la solicitud de siempre: no me olvides, y no me olvides hasta qué punto y con qué profundidad sé que nuestro amor es la bendición de mi vida. Nada puede alterar este saber, ni siquiera el día de hoy en que he encontrado un hogar y una pertenencia para mi desasosiego en la persona de la que quizá más te cueste creerlo».
Como otra casualidad más en esta cadena, parece que Arendt reforzaría esta idea de matrimonio sin amor a partir de sus indagaciones, tras doctorarse, que realizó sobre la escritora judía Rahel Varnhagen. La narradora se convertiría, como se afirma en este volumen, en «un espejo cóncavo kierkegaardiano que refleja la situación existencial de Hannah Arendt. «Es mejor convertirse en anécdota, vivir en soledad con un hombre que la quiere, que derrumbarse por una admiración platónica».
Los fantasmas desaparecen con dificultad en ocasiones. Y los de Arendt se mantenían vivos en su memoria. Un año después de contraer matrimonio, le escribe a Heidegger y le jura «la continuidad –déjame decirlo, por favor– de nuestro amor». En este testimonio de la relación entre Günther Anders y la autora de «La condición humana», se incluyen unas palabras que ella le diría en una entrevista al historiador Joachim Fest. En ellas reconoce que Heidegger la «había despertado a la vida en todos los sentidos de la palabra» y, al mismo tiempo, «lo había echado todo a perder». «Agarré mis bártulos y me marché. Sólo dejé una cosa en Marburgo, algo que nunca pude ir a buscar: el amor». Anders se convirtió así en el hombre del consuelo. En el esposo fiel que la acoge y la resguarda, pero que nunca puede llegar a apropiarse de sus sentimientos. La deriva de su matrimonio resultó un inevitable y paulatino declive. Tras los primeros años de convivencia, durante los cuales encontraron un apoyo mutuo en sus respectivos trabajos, la distancia comenzó a calar en ellos. Con el incendio del Reichstag, el 27 de febrero de 1933, Anders abandonaría Alemania. Se instalaría en París. Pero solo. Su mujer se quedaría en Berlín para concluir un trabajo sobre el antisemitismo que le reportaría algún susto con la Gestapo.

De París a Estados Unidos

Su reencuentro en París no mejoró su relación. Los dos se movieron en ambientes diferentes. «Se convierten en una comunidad de socorro mutuo». Cada uno seguiría su camino. Él se uniría a los artistas y escritores, como Brecht, Döblin y Zweig; aunque por sus vidas encontrarían también a Walter Benjamin (primo segundo de él, que enseguida trabaría buena amistad con Arendt) o Jean Paul Sartre. La situación política empeoraría y Günther Anders optaría por marcharse a Estados Unidos. Su matrimonio desemboca en un divorcio el 9 de agosto de 1937. Lo que vino después son rescoldos. Él la ayudaría a que entrara en EE UU después de su internamiento en el campo de Gurs. En Norteamérica sus vidas serían muy diferentes. Ella encontraría enseguida el éxito. Supo relacionarse bien y aprendió inglés enseguida. Él, en cambio, jamás llegaría adaptarse y su periplo por aquellos años le llenarían de amargura.

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