Dadá ruso, la revolución elevada al cuadrado
Abominaron del futurismo y se rieron de su fundador. Construyeron un mundo transgresor y dieron su forma al mundo que llegaba al terrible calor de las bombas de la Gran Guerra
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Abominaron del futurismo y se rieron de su fundador. Construyeron un mundo transgresor y dieron su forma al mundo que llegaba al terrible calor de las bombas de la Gran Guerra.
«Hemos abandonado el futurismo y los más valientes entre los valientes hemos escupido en el altar de su arte», escribía Malevich en 1915, hace más de un siglo. Unos valientes entre los valientes a los que se ha expuesto poco y de los que se sabe menos; unos valientes entre los valientes a los que el Museo Reina Sofía sitúa en primer plano de lo que fue la Rusia pre y postrevolucionaria y de los que indica su innegable y vital protagonismo dentro del radicalismo estético del Dadá. Valientes entre los valientes que consideraron la modernidad demasiado formalista e idealista. Para ello ha reunido casi 500 obras, entre las que figura material inédito, entre fotografías, collages, dibujos, pinturas y un apartado que en este caso juega un protagonismo necesario, el dedicado a los audios y las películas, omnipresentes en cada sala y que ayudan a comprender lo que realmente pasó por las cabezas de esta pléyade de artistas ciento y pocosaños atrás.
Vladimir Tatlin, Aleksandr Rodchenko, Olga Rozánova, Varvara Stepánova, Gustva Klutsis (con una destacadísima representación en esta muestra debido a su papel preponderante), El Lisitzky, Kazimir Malé-vich e Iván Puni, entre muchos otros, son sus representantes. Rupturistas, irónicos, divertidos, transgresores, antibelicistas, con cierto toque absurdo y amantes de la risa abominaron del arte de sus homólogos italianos: Marinetti (el padre de la criatura) los tachó en 1914 de «falsos futuristas». Y es ésta una de las premisas de que parte el recorrido, dividido en tres apartados: que las tendencias Dadá aparecieron en Rusia, donde se perciben, en palabras del crítico Nikolái Jardzhiev, acciones protodadaístas, como es el caso de la ópera «Victoria sobre el sol», de 1913.
Cortina rasgada
Las crónicas de la época dan fe de los 9 rublos que el respetable pagó un 3 o un 5 de diciembre del citado año para ver un espectáculo en el que se rasgaba una cortina blanca. ¿Una broma? ¿Pura provocación? ¿Qué podría pasar después? Cuatro letras: Dadá y tres personajes detrás de esa cortina que quedaban a la vista: el compositor, Mijaíl Matiushin; el libretista y creador del extraño dialecto del texto, el «raum», Alexei Kruchónij; y finalmente el diseñador, Kazimir Malevich. En escena, un piano y mucho texto, bastante más que música. La obra, surgida de la más absurda creatividad transracional, es decir, fuera de toda lógica, arremetía contra la relación del hombre con la naturaleza y se mofaba tanto de los valores tradicionales como de la destreza técnica.
En esta primera parte del recorrido una pieza tan soberbia como «Cuatro cuadrados» (1915), de Malévich, capaz de ejemplificar y ser esencia pura del dadaísmo: el concepto por encima del objeto y el cuadrado como figura. Lo que significa que una obra como ésta rizaba el rizo de la estética artística del momento. Hay pintura, obras que formalmente debieron servir de inspiración a Juan Gris, por ejemplo, y algunas piezas absolutamente deliciosas frente a las que uno se quedaría pegado eternamente y guardaría el reloj en un bolsillo. Las vitrinas son capítulo aparte, pues guardan verdaderas joyas, papeles únicos con más de cien años capaces de los más variados experimentos caligráficos y estilísticos, auténticas locuras artísticas del tamaño de una cuartilla. Duchamp lo sabía, de ahí su fuente de inspiración a modo de «ready made» (de la que el año pasado se cumplieron los cien primeros años).
La guerra es otro de los apartados que recoge esta muestra, que recordemos abarca de 1914 a diez años después. Justo ese año empieza la Primera Guerra Mundial y este grupo heterogéneo no está dispuesto a empuñar las armas. Abajo la guerra. La suya es una denuncia constante del militarismo. Malevich, de nuevo, omnipresente y uno de los vértices Dadá apunta al error de la guerra de dirigir su fuerza destructiva «contra los cuerpos en vez de contra las formas de la vieja cultura». Prueba de ello son los carteles y collages que denuncian la barbarie alemana sin el menor rubor. No es necesario que haya cuerpos desmembrados para cargar las tintas (nunca mejor dicho) sobre el error tremendo del conflicto bélico. Los artistas se valdrán de su arte para lanzar sus dardos más afilados. Destacan Olga Rozánova, por ejemplo, y Mayakovski.
Después llegará el triunfo de la Revolución de Octubre. Ni que decir tiene que ese caldo de cultivo que se había fraguado era el idóneo para digerir sin el menor empacho los presupuestos de la revolución. Las víctimas se convierten en héroes y los que antes estaban arriba ahora son pateados casi en el subsuelo. Valga como ejemplo una de las películas que se exhiben, «El asalto al Palacio de Invierno», fechada en 1920, de Nikolái Yevreinov. Los diseños racionales, hechos a tiralíneas, de El Lisitzki (alguno de cuyos collages podría exhibirse solitario en una pared, como si de «La Gioconda» se tratase), Gustv Klutsis y Ródchenko permiten acercarse a un diseño nuevo de la ciudad y a una realidad otra en la que el cine ocupará un lugar preeminente.
El americano comunista
No dejen de ver «El diario de Glúmov» (1923), la primera película de Serguei Eisenstein concebida como una invención cinematográfica, una parodia de detectives con un norteamericano que aterriza en Rusia y se topa con unos malvados bolcheviques que le estafan, aunque la sangre no llega al río, pues en el último momento uno revolucionario de buen corazón le alerta, con lo que el visitante llegado de Estados Unidos acabará por cantar las bondades comunistas. Parodia en estado puro con la que reír en blanco y negro. La muerte de Lenin pondrá el punto final a este bloque: abundan las obras en las que él es protagonista y un vídeo sobre su velatorio, aunque el lenguaje «zaum» del que hablamos líneas atrás vuelve a estar presente a través de los «nadistas», una escisión del Dadá ruso que apenas duró dos años (de 1920 a 1922) y que dio lugar a poemas y escritos que vieron la luz en una revista autoproducida por el grupo de la mano de Yelena Nikoleva, Susanna Mar, Oleg Erberg y Serguéi Sádikov, entre otros representantes. Vendría después el esperado y ansiado fin de la Primera Guerra Mundial y el viaje de quienes habían sido puntas de lanza del movimiento ruso a las principales capitales de la explosión Dadá, léase París, Berlín y Nueva York. En algunos casos no fueron viajes puntuales, sino que algunos de los artistas rusos decidieron hacer su vida en esas ciudades. La galería berlinesa Der Sturm se convirtió en un foco protector y difusor del Dadá. Goncharova, El Lisitzki e Iván Puni fueron algunos de sus adalides. Entre ellos, Mayakovski, verdadero artista-amalgama entre Europa y Rusia. O creadores como Tristán Tzara, Raoul Hausmann o Hans Arp que trabajaron, por ejemplo, con Malevich durante su estancia en Berlín. Una parte muy destacada la ocupa también «El Monumento a la Tercera Internacional», de Tatlin, del que se muestran bocetos y fotografías y que se convirtió en el paradigma del antiarte para los dadaístas. Y volvemos al principio como cierre. Nada más adentrarse en la sala que abre la exposición una proyección magnética obra de Lev Kuleshov, «The Death Ray (1925), que devuelve la imagen de una mujer que ríe mientras su pelo se mueve al contacto del calor de un secador (peligrosamente parecido a una pistola). Tiene 93 años la película y exhala frescura. El director del Reina Sofía enlazaba una entrevista tras otra, mientras el consejero de Cultura de la Comunidad de Madrid, que ha colaborado en la muestra, Jaime de los Santos, era el hombre más buscado de la mañana. Todos querían saber algo.