Darío Villalba, el artista sufriente
Pionero de la utilización de la fotografía como materia pictórica falleció en Madrid a los 79 años. Es uno de los grandes nombres del arte español desde los cincuenta
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Pionero de la utilización de la fotografía como materia pictórica falleció en Madrid a los 79 años. Es uno de los grandes nombres del arte español desde los cincuenta.
Mucho antes de que se convirtiera en un pintor consagrado, un artista de referencia, rompedor con sus obras, piezas en las que combinaba casi al cincuenta por ciento, tanto da, pintura y fotografía, Darío Villalba fue un patinador de mucho fuste que se formó en Estados Unidos debido a la profesión de su padre, cónsul en Filadelfia por aquellos años. Era imbatible sobre la pista de hielo. Tan es así que se convirtió en el primer olímpico español en la modalidad. Fue en Cortina d’Ampezzo en 1956. Tenía 16 años, bailó sobre las cuchillas enfundado en un traje oscuro con chaquetilla corta la obertura «Egmont» de Beethoven y consiguió un puesto 17 de 19. Sin embargo, decidió aparcar el deporte que amó hasta el final de sus días. Javier Fernández, que tuvo en él un precedente en quien mirarse (entre Villalba y él no hubo otro), le visitó en su estudio de Madrid y juntos recordaron los éxitos de ayer y las piruetas de medalla de hoy. Toda una vida.
Sentía verdadera admiración por este joven monstruo y se le llenaban los ojos de agua al verle. En una entrevista al diario «Marca» aseguraba que «es muy modesto, atesora un gran sentido musical y una increíble capacidad de elevación y rotación». No se dedicó al patinaje artístico. A los 18 decidió que era el arte, el del lienzo, la pintura, lo que realmente le llenaba y se convirtió con los años en uno de los artistas más representativos de la escena de los 80 y 90. Villalba, nacido en San Sebastián en 1939, se antojaba a veces taciturno, aunque siempre era intenso, apasionado y radical («Estoy impreso en carne, mi trayectoria creativa es un constante sabotaje de lenguajes», decía). Su estudio en Madrid era de una belleza increíble. Diáfano, horizontal y repleto de pinceles, rodeado de telas. Él hablaba despacio, deteniéndose en la manera de explicar su obra. La noticia de su muerte se conoció ayer por un mensaje de su galería, Freijo, en Twitter. Lo suyo era romper, situarse a la cabeza. Lo hizo en el caso del patinaje y volvió a repetir la jugada en la jungla del arte, cuando se decidió a utilizar la fotografía como materia pictórica, a la manera de Polke o el cotizadísimo Gerhard Richter.
Al límite, siempre
Una carrera a contracorriente es lo que hizo en un universo como el español en los 50 y 60 poco trillado y apenas con espacio para quienes no formaran parte de El Paso o el pop. Él no fue ni Millares, ni Saura, ni Feito ni Canogar. Tampoco el Equipo Crónica ni Eduardo Arroyo. Vivía entre el tormento y el éxtasis. Poseía un vocabulario propio, unas señas de identidad que exhibía en su mundo Villalba personalísimo, de ahí quizá –y solo quizá–, se decidiera por encapsular a los personajes de sus obras para que no pudieran escapar de él, en una sucesión de imágenes inmensas, tan duras algunas veces que hacía colgar del techo. Hombres y mujeres al límite, con gestos terribles, llenos de sufrimiento. Su obra ha recorrido medio planeta en forma de exposición (formó parte de la inaugural de reapertura del nuevo Museo de Arte Moderno de Nueva York) y en España se ha expuesto en el Guggenheim de Bilbao, el de San Telmo, el Museo de Arte Abstracto de Cuenca o la Fundación Juan March. El Museo Reina Sofía le dedicó en 2007 una antológica, 1957 a 2007 –que le ilusionó hasta la médula– comisariada por María Luisa Martín de Argila.
Muerte, dolor, sexo y agua. En esos parámetros basculaba su trabajo, por el que recibió el Premio Internacional de Pintura en la Bienal de Sao Paulo de 1973 y el Nacional de Bellas Artes de 1983, entre otras distinciones. En 1957 expuso por primera vez en Madrid y su obra formaba parte de colecciones públicas y privadas de Europa y EE. UU.