¿De que mueren los papas?
Peste, hernias, gota, fiebres palúdicas, y sobre todo, el terror a fenecer envenenados conforman el abanico de sus causas mortales
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Peste, hernias, gota, fiebres palúdicas, y sobre todo, el terror a fenecer envenenados conforman el abanico de sus causas mortales.
No se han escrito estas líneas para los aprensivos. La Historia encierra, a menudo, sucesos morbosos y macabros que suscitan la curiosidad de las generaciones coetáneas y venideras. ¿De qué mueren los Papas? La pregunta ha estado en boca de millones de personas a lo largo de los siglos pues el Romano Pontífice es, para los católicos, nada menos que el Vicario de Cristo en la tierra, y para los agnósticos o para quienes profesan otras religiones representa cuanto menos un jefe de Estado. Urbano VI, por ejemplo, fallecido el 15 de octubre de 1389, no es así un personaje cualquiera. Sabemos por los documentos de sus médicos Francisco y Juan Casini que el infausto pontífice sucumbió a los terribles espasmos causados por un veneno cuyo nombre se llevaron ambos al sepulcro. Su presunto crimen quedó por lo tanto impune.
¿Y qué decir sobre Marcelo II? Las malas lenguas aseguran que murió envenenado el 1 de mayo de 1555. Expiró, cierto, tras una apoplejía, lo mismo que Inocencio VII (1406), Pablo II (1471) y León X (1521). Pero en su caso, llegó a afirmarse que la desgracia le sobrevino porque su médico de cámara le había envenenado una antigua herida provocada por la caída del caballo. Pura calumnia. Baste consignar que el acusado era el celebérrimo cirujano Giacomo Rastelli, facultativo capaz y honrado del cónclave de Adriano VI, de Clemente VII, Pablo III y Julio III, todos ellos anteriores a Marcelo II, y que para colmo siguió ejerciendo la medicina con brillantez en los pontificados de Pablo IV y Pío IV.
Aversión alimentaria
Verdad o leyenda, el pavor a fenecer envenenado desató una aversión tenaz a los alimentos en la postrera enfermedad de Julio II, la cual le condujo finalmente a la tumba el 21 de febrero de 1513. Pío II pereció en cambio víctima de la peste bubónica, el 14 de agosto de 1464. Tan grave llegó a ser su estado que, por consejo de los médicos, se le administró por segunda vez la Unción de Enfermos, pese a la oposición de los doctores teólogos partidarios de que el sacramento se impartiese en una sola ocasión al moribundo. La historia de los Papas nos enseña también que Sixto V, fallecido el 27 de agosto de 1590, lo mismo que Clemente VIII, muerto en su caso el 3 de marzo de 1605, dieron con sus huesos en la tumba a causa de sendas fiebres palúdicas; que Pío VI y Clemente XI terminaron sus días paralíticos en 1799 y 1721, respectivamente; o que Clemente X, Julio III, Nicolás V y Benedicto XIV se fueron al otro mundo a causa de la gota. Por no hablar de los catarros asmáticos, complicados con afecciones cardíacas, que pusieron fin a la existencia de Clemente XIII y de Benedicto XIII.
Clemente XI, modelo de castidad y mansedumbre, padecía una hernia que ocultó a sus médicos –los eruditos Lancisi y Brasavola– y que él mismo comprimía en completo sigilo con ayuda de tres aros de hierro, como si de una mortificación milenaria se tratase. Falleció en 1721, con setenta y dos años, a consecuencia de las altas fiebres con violentos accesos de tos. También sufría en silencio otra hernia Inocencio XIII, cuyo secreto compartía tan sólo con su ayuda de cámara. Hasta que un aciago día, al pontífice se le rompió el tumor de improviso, produciéndole terribles dolores y una incontenible fiebre. Fue su sentencia de muerte.
Dando un salto en la Historia de los Papas, llegamos a Juan Pablo I, cuya extraña muerte acaecida el 28 de septiembre de 1978, así como los testimonios contradictorios sobre las circunstancias en que ésta se produjo, han dado rienda suelta a todo tipo de especulaciones.
El sacerdote español Jesús López Sáez, en su obra «El día de la cuenta», asegura así que Albino Luciani murió emponzoñado con una fuerte dosis de un vasodilatador. La misma tesis del envenenamiento sostiene el investigador británico David Yallop, en su libro «In God’s Name» (En el nombre de Dios).
Yallop va aún más lejos que López Sáez, al afirmar que Juan Pablo I murió envenenado por altos jerarcas de la Iglesia con la complicidad de mafiosos vinculados al Banco Ambrosiano y miembros de sectas masónicas.
Todavía sigue sorprendiendo hoy a algunos que no se le practicara a Luciani la preceptiva autopsia, prevaleciendo así entonces el criterio de los últimos dignatarios del Vaticano, según los cuales jamás se había efectuado necropsia alguna al cadáver de un Papa, cuando la historia parecía demostrar justo lo contrario.