Desigual desdoblamiento
Obras de Mendelssohn y Brahms. Orquesta Sinfónica de Viena. Solista y director: Leonidas Kavakos. Auditorio Nacional, 17 de junio de 2019.
Con esta sesión echaba el cierre a su temporada La Filarmónica, una asociación que en pocos años ha conseguido hacerse un importante hueco en Madrid gracias a una inteligente política de precios y a una excelente vis para calibrar y proponer atractivas programaciones, nada rompedoras pero bien construidas. No cuenta habitualmente con formaciones orquestales de primerísimo orden, pero las que trae son de alto rango y solvencia innegables. Y cuenta además con solistas de talla. Una Martha Argerich o una Maria Joao Pires, sin ir más lejos, anunciadas para la próxima temporada.
No cabe duda de que Leonidas Kavakos, en su doble cometido de violinista y director, es también una importante figura y que la Orquesta Sinfónica de Viena, sin llegar a las delicuescencias sonoras y a la cristalina tímbrica de su hermana la Filarmónica de la misma ciudad, es un conjunto de relieve indiscutible. De la unión en este día nació una muy bella versión del «Concierto para violín en mi menor op. 64», de Mendelssohn. El instrumentista tocó sin podio, cara al público, con leves indicaciones a sus músicos, y desplegó con naturalidad sus habilidades nacidas de la muy hermosa sonoridad de su Stradivarius Abergavenny de 1724. Desde el sutil comienzo, en el que la frase inicial fue expuesta con tanta dulzura como elegancia y admirable «legato», hasta el chisporroteante juego rítmico del «Allegro molto vivace», pasando por la poética serenidad del «Andante», el solista nos encandiló, aunque más por su juego «cantabile» que por su exactitud o absoluta infalibilidad en los pasajes más ágiles. Regaló la «Zarabanda» de la «Partita nº 2» de Bach. Las cosas cambiaron en la interpretación de la «Sinfonía nº 1 en do menor op. 68» de Brahms, en la que Kavakos, batuta en ristre, mostró una técnica gestual poco elegante y algo desgalichada, aunque resultona, pues llevó a la Orquesta bien atada, con pocos y casi inapreciables desajustes. No nos convenció la interpretación, sólida, sí, pero altisonante y gritona. Todo fue «mezzoforte», «forte» o «fortissimo», sin términos medios; sin ese lirismo brahmsiano, de entreveradas luces, parcialmente presente en el «Andante sostenuto», donde brillaron el buen hacer del concertino y la nobleza de los arcos. Los contrapuntos y combinaciones temáticas del «Allegro» inicial quedaron subsumidos en el magma falto de planificación y en la sonoridad un tanto acre del «tutti». El aire transparente del «Un poco allegretto», en este caso nada «grazioso», no se percibió. Musculado y robusto, con buena exposición de la gran frase beethoveniana y triunfante, el movimiento conclusivo, tan áspero como exultante. El enfervorizado público logró el bis: una muy cambiante de “tempi” “Danza húngara nº 5”. De Brahms, por supuesto.