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Dorian Gray sale del armario

Publican una versión sin censurar de la obra más famosa de Oscar Wilde, mutilada luego para ocultar referencias homosexuales.
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Publican una versión sin censurar de la obra más famosa de Oscar Wilde, mutilada luego para ocultar referencias homosexuales.
Hubo un tiempo en que los chicos malos de las islas británicas iban a morir al continente: Keats y Shelley en la salvaje Italia; Byron en Grecia, la éxotica; el bello Brummell en la costa francesa y Oscar Wilde en París, la capital de los depravados. Nadie más depravado que Wilde, el rey de los mundanos, el azote de los bienpensantes. Un petulante con flor en el ojal que desafió a la acartonada moral victoriana, tan hipócrita, y lo pagó yendo a morir al lugar al que escapaban los réprobos en «La importancia de llamarse Ernesto». Wilde llegó tan lejos en su vocación de agente provocador que ni siquiera pudo parar el carro que lo arrastraba hacia la cárcel. Estaba escrito que así pasara, aunque intentase minimizar los daños mediante el único instrumento que rivaliza con la pluma en la vida del escritor de genio: la tijera.
Para el lector común, «El retrato de Dorian Gray» es una pieza perfecta. Lleva más de un siglo enraizada en el corazón de los adolescentes especialmente, y en la cumbre de los «long sellers» de las librerías. Pero hubo otro «Dorian Gray» en la mesa de trabajo de Wilde, uno que no vio la luz en inglés hasta 2011 y que ahora nos llega en español: la versión original salida de la pluma del irlandés, dos veces censurada y reescrita hasta dar con la novela que todos conocemos. Ese original sin censurar expone más abiertamente el secreto que marcó la vida de Wilde: la homosexualidad, «el amor que no osa decir su nombre».
El escritor, traductor y académico de Historia Luis Alberto de Cuenca supo en 2011 de aquella edición de Harvard University Press que, inexplicablemente por el tiempo transcurrido, sacaba a la luz el primer borrador del libro escrito en 1889. Paralelamente, una traductora apasionada como la sevillana Victoria León (que nunca le había metido mano a Wilde, pero sí, entre otros, a «popes» del XIX como Chesterton y Conan Doyle) emprendía la traducción desde aquella edición inglesa («no pude tener acceso al mecanoescrito», confiesa a LA RAZÓN). De Cuenca y León se pusieron en contacto con Jesús Egido, de la editorial Reino de Cordelia, para publicar en español un «Dorian Gray» sin censuras que, aunque se aleja de la imagen definitiva que ya tenemos del libro, nos acerca a las intenciones, ideas, referencias y circunstancias personales del autor.
Fumaderos y prostitución
Básicamente, explica León, esta edición rescata «sobre todo elementos que apuntaban a la naturaleza homosexual del interés del pintor Basil Hallward hacia Doria Gray. Era lo que más asustó en su día a los editores y lo que el propio Wilde eliminó fueron alusiones escandalosas y peligrosas de naturaleza sexual». También en cuanto a prácticas heterosexuales que se salieran de la norma. Por contra, no tuvo reparos (ni problemas derivados de ello) en mantener alusiones a los fumaderos de opio y a la prostitución «corriente» en Londres. Eso sí, el «amor que no osa decir su nombre», el pecado nefando, debía ser borrado incluso en alusiones que hoy nos parecen ingenuas como éstas de Basil a Gray: «Por alguna razón, yo nunca había amado a una mujer (...) desde el momento en que te conocí, tu personalidad tuvo sobre mí el más extraordinario influjo. Reconozco que te adoré loca, extravagante, absurdamente. Sentía celos de todo aquel con quien hablabas. Quería tenerte solo para mí. Solo era feliz cuando estaba contigo».
Para Luis Alberto de Cuenca, estas «alusiones a un mundo más abiertamente homosexual que a Wilde le convenía ocultar y que eran su yo oculto en la Inglaterra victoriana, nos hacen sonreír hoy». Pero en aquella época la hostilidad con este tipo de «perversiones» se había redoblado a cuenta de la aprobación en 1885 de la Criminal Law Amendment Act y de sonados casos de actualidad: «Lo más determinante desde el punto de vista de la presión social y legal para mover a Wilde a autocensurarse fue el estallido de un escándalo relacionado con la prostitución masculina (el conocido como ''affair de la calle Cleveland'') que hizo cundir la alarma social contra la figura del homosexual culto de clase alta, al que se acusaba de corromper a jóvenes humildes», explica la traductora. No estaba el horno para bollos y, aunque Wilde era un respetable esposo de puertas para adentro en su elegante casa de Chelsea, ya había tenido amores con Robert Ross y estaba a punto de conocer al fatídico Lord Alfred Douglas.
En cualquier caso, el paso para maquillar el primer «Dorian Gray» lo dio J. M. Stoddart, editor de la revista literaria «Lippincot’s Monthly Magazine», que recibió en julio de 1890 la copia original. Mucho más corto que el libro que hoy conocemos, pero más denso intelectualmente hablando y más explícito en sus referencias eróticas, podía poner en aprietos no ya al autor sino a la publicación. Así que Stoddart sajó palabras, frases y párrafos enteros hasta un total de 500 palabras. Su poda, añade León, atenuaba además «la atmósfera decadente de la obra». Y es que «Dorian Gray» era (y en realidad lo es aún) todo un manifiesto decadentista, compendio de las ideas de Ruskin y Pater, servidas en el plato deletéreo del «A contrapelo» de Huysmans y enraizado en la eterna batalla entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad que, apunta De Cuenca, Wilde había aprendido de Stevenson en «El doctor Jeckyll y Mr. Hyde»: «Es esa manera de pulsar la naturaleza doble del ser humano lo que lo hace universal y lo convierte en un clásico que no tiene arrugas y que se leerá dentro de tres siglo igual que ahora».
Pero volvemos a la «tijera», pues aún hubo más. Las primeras críticas son demoledoras: la obra se considera «vulgar, sucia y dañina», y se advierte de que podría corromper a «cada mente joven que se pusiera en contacto con ella». Así que de cara a la edición que se publicó en abril de 1891, tanto Wilde como el editor pondrían a funcionar la podadora. Se borran nuevas referencias homosexuales, hasta hacer de la pasión de Basil por Dorian una cuestión meramente artística, y se infla la importancia del amor heterosexual de Sybil Vane en el relato.
Más melodramático
Hasta siete nuevos capítulos añade Wilde, páginas y páginas que diluyen su contenido heterodoxo y, explica León, «le dan un caracter más convencional y acorde al público, menos intelectual y más en la línea de melodrama burgués». El objetivo se logra: «El retrato de Dorian Gray» ve la luz y, a pesar de las críticas, no depara problemas legales inmediatos a su autor, que siguió publicando con éxito y cosechando aplausos en el teatro.
Pero solo es un espejismo. Cuatro años después, Wilde se sienta en el banquillo. Denuncia al padre de su amante Lord Alfred Douglas por difamación (el anciano victoriano dejó una nota en su club en la que le acusaba de «sodomía») y el boomerang le vuelve envenenado. «No quiso evitar ese conflicto, lo tomó como un asunto de honor, y se condenó a sí mismo, fue un proceso autodestructivo, podría haber salido de ese trance pero prefirió denunciar a su denunciante», recuerda De Cuenca. En aquel proceso sale a colación «El retrato de Dorian Gray». A pesar de los tijeretazos, la obra está manchada, es intrínsecamente corrupta para la moral victoriana. «No hay ningún tipo de obra inmoral. Los libros están bien o mal escritos», alega Wilde. Pero nada. El mazo cae en 1895: dos años de trabajos forzados por «conducta obscena». El resto ya lo saben: murió en París.