Literatura

Bogotá

El amor en los tiempos de Márquez

Él mismo dijo que existen tres vidas: la pública, la privada y la secreta. Dos novias marcaron al escritor –aparte de su esposa, a quien se lo debía todo–, que siempre se mostró cercano a ellas

Márzquez junto a Mercedes Barch, con la que compartió su vida
Márzquez junto a Mercedes Barch, con la que compartió su vidalarazon

Un vistazo rápido a los títulos, argumentos y hasta dedicatorias de las obras de García Márquez ya indica uno de los elementos principales, si no el mayor, de toda su vida y literatura: las mujeres, y con ellas el amor. Su compañera más importante fue la niña de nueve años a la que él conoció cuando tenía catorce y con la que soñó románticamente casarse algún día. Ese día sería el 21 de marzo de 1958. La forma en que el autor dedicó «El amor en los tiempos del cólera» (1985) lo dice todo: «Para Mercedes, por supuesto». Pero la misma obra, en su traducción al francés, estuvo dedicada a otra mujer, Tachia Quintana –«la vasca temeraria», como la llamaba él–, con la que García Márquez mantuvo una relación de nueve meses durante su estancia en París. Se conocerían en 1956, en el Café Mabillon; él se había citado con un periodista portugués; ella era una actriz de teatro que se especializaría más tarde en recitales de poesía. Pasearon por el Sena esa misma noche –ella explicó en una entrevista que le sorprendió la timidez del escritor y su entrega a su tarea literaria– y empezó el breve romance y, al fin y a la postre, una larga amistad.

Porque Quintana no sólo fue importante para García Márquez en aquella época suya de privaciones, alejamiento de su país y búsqueda de una voz literaria propia mientras vivía en el Hotel de Flandes, sino que lo siguió siendo durante las décadas siguientes. El escritor compró un piso en el mismo edificio en el que vive en la actualidad Quintana, cerca del Bulevard Saint-Germain-de-Près, para poder instalarse cuando iba a la capital francesa o para prestárselo incluso al también recientemente desa-parecido Álvaro Mutis, su gran amigo. Y, sin embargo, en algunos trabajos biográficos como «García Márquez. El viaje a la semilla», de Dasso Saldívar (1997), libro que aclaraba los primeros y brumosos veinte años del escritor –además de concretar las fechas de redacción de las versiones de «La hojarasca», la puerta que abre el universo de Macondo–, apenas aparecía esta mujer que, en 2010, con ochenta y dos años, presentó el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo», adaptación teatral del último texto del primer libro de cuentos del colombiano, «Ojos de perro azul».

García Márquez ya había escrito «La mala hora» y con Quintana –cuyo primer amor fue curiosamente otro gran literato, el poeta Blas de Otero–, se le ocurrió la idea de «El coronel no tiene quien le escriba» (1961), que en cierta medida reflejaba una circunstancia angustiosa del propio Gabo: «El Espectador» de Bogotá, al imponerse la dictadura en Colombia, había dejado de enviarle cheques por sus colaboraciones periodísticas a finales de 1955. El personaje de la esposa del coronel tiene mucho de Quintana, que también se ponía ansiosa cuando veía a su pareja esperar un dinero que no iba a llegar y, en vez de buscar la manera de pagar alimentos, se dedicaba a escribir.

En cualquier caso, ella volvió a España, él se trasladó a Venezuela en 1957, y una vez al lado de Mercedes, a la que siempre halagará en público hasta el punto de afirmar que él es quien es gracias a ella, malvive en Bogotá, La Habana y México. Luego viaja a Barcelona en 1967 con su mujer y sus hijos Rodrigo y Gonzalo.

Dos años más tarde, la familia se encontraría con Quintana, que también estaba casada y tenía un hijo, y la amistad se haría extensiva a las respectivas parejas; pasarían la Navidad juntos, se verían cada año en Francia y el autor les invitaría a acudir a Estocolmo para presenciar la ceremonia del premio Nobel en 1982. Muy atrás quedaba un episodio triste que desveló Gerard Martin en «Una vida» (2009), larga biografía basada en 300 entrevistas: la pérdida de un hijo con Tachia tras un aborto; a pesar de que Gabo era muy reacio a hablar de lo que llamó la tercera vida, la «secreta» (las otras, la pública y la privada). Al fin sería Mercedes la que le iba a dar la comprensión y el cuidado que le llevaría a poder dedicarse a su pasión sin ambages. Pero no sería su única novia colombiana; el tímido periodista, aparte de acudir a los burdeles en su juventud y tener un par de relaciones con mujeres casadas en Barranquilla, también mantuvo un noviazgo en Zipaquirá con una muchacha llamada Berenice Martínez, como explicó Gustavo Castro Caycedo en «Cuatro años de soledad» (2009).

El investigador localizaría a esta mujer en Pasadena, California. Ya era viuda. Pero tenía en la memoria aquel tiempo con García Márquez fresco y anhelante. Fue en 1944, un año después de que «Gabito», como lo llamaba ella, ingresara en el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá. Un amor ingenuo, iniciático, con mucha formalidad, serenatas nocturnas y recitado de poemas en su ventana. Ella esperaba con ilusión volver cada viernes a su pueblo –estudiaba entre semana en Bogotá– para verse con él. Hay en esta historia también recuerdos tangibles, como el ejemplar de «Platero y yo» que le regaló Gabo con una dedicatoria en la que la llamaba Bereca. Tal vez la primera de las que dirigiría a una mujer, y con la que volvió a hablar, por teléfono, aprovechando que había acudido a Los Ángeles para tratarse de su enfermedad, ya en nuestro siglo. Berenice no se creía que Gabriel García Márquez le estaba hablando hasta que le dijo algo en clave que sólo ellos conocían y se dio cuenta de que realmente era él. Volvieron a conversar varias veces y largos ratos. Para ella significaría revivir lejanos episodios; para él, convertir un lejano amor en una renovada amistad. Hasta que ella contrajo una demencia senil y ya en su entorno no se habló más de Gabito.