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El día que el Louvre se quedó vacío

La película de Alexander Sokurov, «Francofonía» recupera la amistad entre Jacques Jaujard, responsable de las colecciones del museo francés, y Franz de Wolff-Metternich, el oficial alemán que permitió que siguieran a salvo.
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La película de Alexander Sokurov, «Francofonía» recupera la amistad entre Jacques Jaujard, responsable de las colecciones del museo francés, y Franz de Wolff-Metternich, el oficial alemán que permitió que siguieran a salvo.
Las oficinas del Louvre fueron testigo en agosto de 1940 del encuentro entre Jacques Jaujard y Franz de Wolff-Metternich, un republicano francés y un aristócrata alemán, dos hombres antitéticos, de orígenes sociales distintos y singladura intelectual opuesta, pero con un futuro común. Corría el primer verano de la ocupación alemana de Francia. El 14 de junio, París ya había sido declarada ciudad abierta y, unos días más tarde, el 23, una fotografía inmortalizaba al Führer delante de la Torre Eiffel. Y así lo recoge Alexandr Sokurov en «Francofonía», película participante en la sección oficial del Festival de Venecia del año pasado y que será estrenada el viernes en las salas españolas. Francia fue derrotada por el ejército nazi en una campaña relámpago y el gobierno galo cedía ante la evidente superioridad y capacidad bélica de la Wehrmacht. Hitler, guiado por un sentimiento revanchista de la historia, decidió, para completar su humillación, rubricar el armisticio con el país vecino en Compiégne, la localidad donde Alemania había capitulado en 1918, y, precisamente, en el interior del mismo vagón de ferrocarril que se había elegido en aquel instante para consignar la derrota de su nación. En Europa soplaban vientos de guerra desde mediados de los años 30 y la invasión de Polonia sólo confirmó los presagios que muchos albergaban en silencio: la ambición territorial del Tercer Reich. Nadie podía augurar que los panzer convertirían a la línea Maginot en una estrategia obsoleta, casi de otro siglo, y que los aliados perderían definitivamente su iniciativa en Dunquerque.

Las SS por el Sena

Sin embargo, la batalla más arriesgada del inicio de la Segunda Guerra Mundial comenzó a librarse antes de que los oficiales de las SS se sentaran en los cafés de Montmartre o se pasearan con ostensible jactancia por las orillas del Sena. En 1938, prevenidos por la invasión de los Sudetes, historiadores y conservadores del arte comenzaron a tomar medidas para salvaguardar el patrimonio artístico de Francia ante la posible eventualidad de una invasión. El llamado «exilio» del Museo de El Prado durante la Guerra Civil española, presenciado con admiración por Europa, y que supuso la salvación íntegra de la valiosa colección de la pinacoteca madrileña, se había convertido en un precedente para proteger esta clase de legados de las bombas y la barbarie que sobrevienen en épocas convulsas. De hecho, Jaujard contribuyó a trasladar los tesoros españoles y depositarlos sanos y salvos en Suiza, de donde retornaron poco después a España. Pero lo que no podía prever el director de los Museos Nacionales Franceses es la ayuda imprevista que recibiría. Y menos esa mañana, antes citada, cuando ofreció café a aquel conde germano de familia numerosa y apellidos ilustres, que Berlín había nombrado en la primavera de 1940 responsable de proteger el arte en las tierras ocupadas. Jaujard, entonces, era un alto funcionario de la administración francesa. Contaba con 44 años y se libró de participar en la contienda de 1914, donde murió su padre, debido a la tuberculosis. Hombre serio, desconfiado en un primer momento, lo primero que escuchó de su interlocutor era casi una definición de su propio carácter que llevaba en su interior una ironía fina: «Usted es el primer francés que encuentro en su puesto».
La población civil había abandonado la ciudad de la luz y se había refugiado en los campos. A esas alturas, el Louvre sólo era una inmensa arca vacía. En sus salas, y en su emblemática galería central, sólo quedaban marcos vacíos de cuadros, algunas esculturas clásicas aisladas, ciertas piezas de arte medieval y poco más. A principios de 1939, Jaujard había ordenado embalar y transportar en camiones las obras que albergaba el museo a un sitio seguro. El principal lugar de almacenamiento fue el legendario Castillo de Chambord (según la tradición, erigido sobre un esbozo de Leonardo da Vinci) y otros castillos en el valle del Loira. Una operación, que se gestó en vísperas de los primeros combates, en la que participaron más de 200 vehículos. Cerca de dos mil cajas trasladaron unas 4.100 obras y sí, entre ellas iba «La Gioconda» –que iniciaría un largo periplo que llevaría el óleo por cinco lugares diferentes: el monasterio de Loc-Dieu, Louvigny, Chambord, Montauban y Montal.

Legado a salvo

Cuando Wolff-Metternich, que hablaba francés perfectamente y mostró siempre un enorme respeto por la cultura de ese país, entró en el Louvre sólo distinguió el vacío que dejaba la emotiva ausencia de sus fondos. Aunque se procedió a la pantomima de su inauguración en el mes de septiembre, durante el tiempo de invasión, los lienzos y estatuas nunca retornaron a su hogar. El jefe de la Kunstschutz, como se denominaba en alemán al departamento encargado de cuidar las obras de arte, jugó un papel esencial para que esa situación no cambiara demasiado durante los siguientes meses. Según algunas informaciones, el oficial alemán experimentó una enorme sensación de alivio cuando presenció que las grandes pinturas del museo se habían trasladado a otra parte. Un reflejo, si este dato es verídico, que sobrevendría de la insaciable piratería que los dirigentes nazis habían desplegado por toda Europa. Wolff-Metternich, a pesar de que conocía perfectamente el paradero de los fondos del Louvre («semejante operación no podía pasar desapercibida a nadie»), se amparó en unas determinadas excusas burocráticas para que ese legado permaneciera donde los conservadores lo habían depositado. Amparándonse en el famoso orden alemán no hizo nada para que se restituyeran aquellas obras maestras al museo de la capital. Desobedeció la presión de Ribbentrop, otro gerifalte del nazismo, y siguió de manera estoica con su decisión de que, por el momento, todo permaneciera como estaba. Gracias a él, el Louvre pudo proteger mejor sus colecciones. En 1942, debido a su resistencia, fue sustituido. Al terminar la guerra Jaujard declaró a su favor y defendió al colega con el que había desempeñado la empresa común de salvar todo ese arte.