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El día que los marcianos invadieron la tierra

Orson Welles hizo creer a cientos de miles de personas que la llegada de los extraterrestres era real. y violenta.
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Orson Welles hizo creer a cientos de miles de personas que la llegada de los extraterrestres era real. y violenta.
La mañana del domingo 30 de octubre de 1938, los estadounidenses se las prometían muy felices en las iglesias, yendo luego al campo o leyendo el periódico junto a una humeante taza de café. Los rotativos se hacían eco aquel día de noticias muy diversas, como las declaraciones del primer ministro de Reino Unido, Neville Chamberlain, sobre Hitler, con quien se había entrevistado el mes anterior en Múnich y aseguraba que traía «la paz para nuestro tiempo». Verlo para creerlo.
La Prensa se ocupaba también de cuestiones más amenas y distendidas. Pero ningún diario publicaba una sola palabra sobre Orson Welles, un joven de 23 años cuya dramatización radiofónica de «La guerra de los mundos» novela homónima de H. G. Wells, iba a desatar el pánico aquella misma noche de una costa a otra de EE UU.
El programa había sido diseñado como una crónica real, con lectura de las últimas noticias y hasta relatos de testigos oculares. El propio Welles caldeó ya el ambiente con este preámbulo: «Sabemos hoy que a principios del siglo XX vigilaban nuestro planeta seres de inteligencia muy superior a la humana... Inteligencias poderosas, frías e inmisericordes contemplaban con envidia nuestro mundo y tramaban planes contra nosotros...».
Se hizo una pausa para que un locutor leyese la predicción meteorológica y acto seguido una orquesta de música de baile animase las ondas viéndose interrumpida de repente por el boletín de «última hora», según el cual un astrónomo había observado en Chicago «varias explosiones de gas incandescente producidas en Marte». Welles se hizo pasar a continuación por un distinguido astrónomo de la Universidad de Princeton, el cual se declaró incapaz de explicar la erupción de gases en Marte.
Por si fuera poco, en cuanto terminó la falsa entrevista, se transmitió un especial de última hora que erizó aún más la epidermis de los oyentes: «Nos avisan de que un objeto llameante y de gran tamaño acaba de caer a 35 kilómetros de Trenton, en una granja del distrito de Grovers Mill, en el Estado de Nueva Jersey...».
Y entonces vino el plato más fuerte: los relatos de testigos oculares. «Un grupo de curiosos –aseguró el reportero– se arremolina ya en torno a ese gigantesco objeto de forma cilíndrica». Varios testigos presenciales hablaron a micrófono abierto, mientras el locutor exclamaba: «¡Es lo más aterrador que he visto en mi vida! Algo empieza a salir de la nave caída de Marte. Veo dos redondeles luminosos que miran desde unas cuencas negras... ¿Serán acaso ojos?... Se ha deslizado a tierra un bulto, y otro más... Estoy viendo ahora sus cuerpos del tamaño de osos, con la piel lustrosa como el cuero mojado...».
Rayos caloríficos
La puesta en escena resultó magistral. La policía intentó en vano detener a los extraños seres, pero un rayo calorífico redujo a cenizas a los agentes. Para colmo, se informó también de que el reportero acababa de fallecer como consecuencia de las llamas. Poco después, se anunció que la milicia de Nueva Jersey había sido movilizada. Ocho batallones de Infantería se dirigían ya a marchas forzadas para reducir a los marcianos. Una vez allí, los soldados pudieron comprobar boquiabiertos que la nave tenía patas y avanzaba hacia ellos aplastándoles a su paso o abrasándolos con su increíble poder calorífico.
El balance de pérdidas fue desolador: «¡De 7.000 hombres enfrentados al monstruo, apenas 120 han escapado con vida!», bramó el locutor. Aniquilado el Ejército estatal, los marcianos se dirigieron hacia Nueva York, arrasando ciudades y puentes en su avance mientras exterminaban a su paso a la población con rayos caloríficos o nubes de gas tóxico.
El clímax de la pesadilla radiofónica, en apariencia tan real como la vida misma, se alcanzó cuando el locutor describió con todo lujo de detalles la masacre en Nueva York, coronada con su propia muerte a causa del gas tóxico.
No era extraño así que de los seis millones de personas que siguieron la emisión del programa en directo, casi dos millones creyesen que era cierto todo cuanto se decía. El «boca-oído» contribuyó a expandir la catástrofe por cada rincón de EE UU, colapsando las centrales telefónicas de la policía, los periódicos y la propia emisora de radio. Amigos y familiares de residentes en Nueva York imploraron que se publicasen las listas de víctimas.
DEMANDAS POR 750.000 DÓLARES
La soberbia lección radiofónica de Welles, desde los estudios de la CBS, figurará en los anales del periodismo mundial. Pero es preciso advertir que desencadenó también una airada respuesta social en cuanto se supo que todo había sido una invención, como señalaba en su día John Houseman, cofundador del Mercury Theatre de Orson Welles, en un artículo publicado en «Harper’s Magazine»: «Particulares y policías llenan de pronto el edificio. Nos sacan del estudio y nos conducen deprisa a una oficina del piso bajo. Allí permanecemos incomunicados, mientras el personal de la emisora de radio se apresura a destruir o guardar bajo llave todos los guiones y discos fonográficos del programa». Ninguna demanda por daños y perjuicios tuvo éxito finalmente, pero entre todas sumaron una indemnización de 750.000 dólares nada menos. Entre tanto, millones de palabras y ríos enteros de tinta se habían empleado en denunciar lo sucedido.