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El gran milagro de la Grecia Antigua

La libertad y la igualdad hicieron de la civilización más grande que ha visto la Tierra hasta hoy un pueblo capaz de sostener un Estado soberano gracias a cada individuo ateniense
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La libertad y la igualdad hicieron de la civilización más grande que ha visto la Tierra hasta hoy un pueblo capaz de sostener un Estado soberano gracias a cada individuo ateniense
La civilización más grande anterior a la nuestra fue la griega. ¿Y cómo fue posible esto, si Grecia era una nación tan pequeña? Tampoco era rica, sino muy pobre, y ni siquiera estaba admirablemente dotada de otros recursos. Lo estuvieron sin duda otros imperios del mundo antiguo, que han desaparecido fagocitados por el destino sin legarnos nada o casi nada. Paradojas de la Historia.
¿Cuál fue entonces el secreto de su éxito, la fórmula prodigiosa que hizo a Grecia resplandecer como un lucero entonces y aún hoy? La clave de todo se halla en una sola palabra que se echa en falta incluso en las naciones que presumen de ser muy democráticas: Libertad, con mayúscula.
Los atenienses eran el único pueblo libre del mundo. No es una exageración sino una verdad histórica. Por el contrario, los pueblos de los grandes imperios de la antigüedad –egipcios, babilonios, asirios o persas–, pese a su inmensa riqueza y poder, ignoraban el concepto de verdadera libertad y por tanto jamás lo pusieron en práctica. Con esa sola palabra, ejemplificada hasta el extremo, Grecia logró prevalecer rodeada de grandes peligros, como las tribus salvajes que la acechaban, o la amenaza constante del más formidable poder asiático de la época, el imperio persa.
En Maratón y Salamina las ingentes tropas persas, pese a su inmenso poderío y esplendor, sufrieron una colosal derrota a manos de un ejército pequeño pero enardecido por su pasión por la libertad. En aquellos campos de batalla quedó acreditado que un hombre libre es superior a legiones de hombres sometidos a la voluntad de un dictador.
Atenas fue la primera democracia del mundo, casi perfecta en los momentos álgidos del imperio. Estaba gobernada por la Asamblea, compuesta por todos los ciudadanos mayores de dieciocho años, la misma edad con que hoy se puede ejercer ya el voto en los comicios. El llamado Consejo de los Quinientos, que preparaba el orden del día de la Asamblea y hacía cumplir sus resoluciones, en caso de que se le requiriese para ello, estaba constituido por ciudadanos elegidos al azar, por un simple sorteo. Los principales magistrados y los altos jefes del ejército eran designados directamente por la Asamblea.
La educación era fundamental para garantizar ese régimen de verdadera libertad. A los niños se les enseñaba sobre todo a pensar, y no tanto a aprobar exámenes. Los griegos sentían auténtica pasión por las facultades intelectuales. Muy pocos recuerdan ya que fue un griego quien aseguró que la Tierra giraba alrededor del Sol... ¡Dieciséis siglos antes de que Copérnico tuviese tal ocurrencia!
Otro ciudadano del imperio expresó su convicción de que si se navegaba desde España hacia el Oeste, sin desviarse de latitud, se hallaría finalmente tierra. Y eso sucedió 1.700 años antes de que Colón siguiese aquella misma dirección con sus tres carabelas.
El padre del evolucionismo Charles Darwin, sin ir más lejos, admitió, en alusión a la humanidad moderna comparada con el sin par Aristóteles: «Somos niños de escuela en el campo del pensamiento científico». Y lo dijo como si fuera un dogma de fe.
La libertad de pensamiento era crucial en la educación. Nadie dictaba a los ciudadanos lo que debían pensar o enseñar en sus escuelas: ni la iglesia, ni los partidos políticos, ni los empresarios privados, ni los sindicatos obreros. El único objetivo del sistema educativo ateniense era forjar hombres capaces de sostener un Estado soberano, sencillamente porque ellos habían aprendido antes a ser soberanos de sí mismos.
Pericles, el gran orador y político ateniense, manifestaba: «No cedemos a nadie en independencia de espíritu y completa confianza en nosotros mismos; pero consideramos un ser inútil al hombre que se mantiene alejado de los intereses públicos». Al ciudadano inútil los griegos le llamaban idiotes, de donde procede el vocablo «idiota». Este parásito social carecía de la voluntad y del espíritu de sacrificio que aunaban al pueblo griego en torno a una patria común.
La solidaridad, la honradez, el desapego al interés personal y tantas otras virtudes no son legislables sino que dependen de la libre voluntad del ciudadano. Sin ellas, es imposible convivir en paz.
Platón se mostró una vez más así de explícito: «La libertad no es asunto de leyes ni constituciones; sólo es libre aquél que realiza en el fondo de su ser el orden divino, la verdadera norma por la cual el hombre se gobierna y conduce a sí mismo». Precisamente por el verdadero concepto de libertad del que hicieron gala los atenienses, su cultura resplandece tanto aún hoy.
El filósofo español Jorge Santayana proclamaba esta gran verdad: «La nación que no conoce la historia se ve condenada a repetirla». Y la historia de la Grecia antigua es un claro paradigma de cómo la auténtica libertad, que conduce al éxito del bien común, puede desvanecerse sin remedio. El esplendor de Grecia se mantuvo hasta que la relajación se apoderó de sus ciudadanos como un brote de peste letal. En la etapa final de su esplendor, los atenienses renunciaron paulatinamente a la libertad como garante de todas sus conquistas, supliéndola por la seguridad y todo tipo de comodidades. ¿A qué condujo todo eso al final? A la desolación más absoluta. Lo perdieron todo: seguridad, comodidad... y libertad. Los ciudadanos pensaron desde entonces más en ellos y menos en el Estado, buscando mil formas de librarse de sus responsabilidades. El pueblo quedó opacado por el egoísmo de sus habitantes.
@JMZavalaOficial

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