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Miguel de Unamuno, el heterodoxo incómodo

Se cumplen 80 años de la muerte del escritor, poeta y dramaturgo. Su obra –conceptual, trascendente y deslumbrante al tiempo– continúa iluminando el universo de las letras españolas contemporáneas y mantiene una insólita vigencia y una renovada modernidad.
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Se cumplen 80 años de la muerte del escritor, poeta y dramaturgo. Su obra –conceptual, trascendente y deslumbrante al tiempo– continúa iluminando el universo de las letras españolas contemporáneas y mantiene una insólita vigencia y una renovada modernidad.
Al cumplirse ochenta años de la muerte de Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca,1936) conviene revisar el perfil intelectual de este escritor contradictorio, heterodoxo, meditabundo, transgresor, incómodo, y hasta colérico en ocasiones, que mantiene una insólita vigencia y una renovada modernidad. Avezado novelista, poeta nada desdeñable, riguroso ensayista e incluso dramaturgo de reconocido interés, su obra rebasa con mucho la inclusión en los convencionales géneros literarios, porque se trata de una escritura conceptual, reflexiva, trascendente, experimental a su modo y deslumbrante en su miscelánea originalidad. Sus libros, reeditados continuamente bajo rigurosos criterios académicos, constante objeto de estudios universitarios, integrados en las lecturas de la enseñanza secundaria y referente generalizado de un amplio imaginario cultural, continúan iluminando el universo de las letras españolas contemporáneas. Miembro destacado de la generación de 1898, Unamuno se caracterizará por la clara independencia de sus ideas estéticas y sociales; actitud lindante, a veces, en una mesiánica soberbia intelectual y un cierto misticismo redentorista.
En carta de 1903 a su amigo el filólogo don Pedro de Múgica, puede leerse: «Se va formando en mí una profundísima persuasión de que soy un instrumento en manos de Dios y un instrumento para contribuir a la renovación espiritual de España.» Lo que pudiera parecer ambicioso engreimiento ideológico no es sino la evidencia de los potentes planteamientos teóricos de un intelectual irrepetible en su asumido protagonismo civil. La literatura, cultivada con intachable dedicación vocacional, será sin embargo –y magníficamente– el pretexto estético para desarrollar una obra densa de implicaciones filosóficas, históricas, religiosas y sociológicas. En este sentido su novelística, por ejemplo, resulta decididamente anarrativa; es decir, su objetivo no es desarrollar un argumento a la manera decimonónicogaldosiana, recrear una ambientación costumbrista o emocionar con un conflicto sentimental; lo que pretende es escenificar una tesis conceptual, corroborar una idea vertebrando una trama mínimamente incidental. Es el caso de «Amor y pedagogía» (1902), donde a través del fracaso de un erudito padre al pretender inculcar a su hijo de corta edad una depurada educación, se satiriza la entonces moderna didáctica positivista, de excesivo racionalismo y escasa efectividad. O «Niebla» (1914), la emblemática «nivola», la no-novela, negación de la narratividad en aras del determinismo filosófico, aquí encarnado en la peripecia vital de un patético personaje, Augusto Pérez, quien por una contrariedad amorosa pide al autor de sus días, el mismísimo Unamuno entrando en la acción, que le «suicide», ya que él es el responsable, trasunto de la entidad divina, de sus infortunios emotivos. La agónica dialéctica, de clara figuración feudal, entre el siervo humano y la deidad autorial, está servida con un discurso innovador y experimental. «La tía Tula» (1921) pudiera parecer, y también lo es, la historia de una mujer atormentada por su frustrada maternidad, pero amaga también espinosos temas de época, como la represión sexual, y trascendentes asuntos de significación metapsicoanalítica, como las estrechas relaciones maternofiliales. Y qué decir de «San Manuel Bueno, mártir» (1930), crónica simbólica de la descreencia religiosa de un sacrificado sacerdote, empeñado en mantener la fe de su feligresía, ocultando contradicciones íntimas y demoledoras dudas espirituales; toda una apología del personal criterio librepensador, defensa del antidogmatismo y elogio de la mejor entrega evangélica al prójimo estimado.
Unamuno es, clara y originalmente en el contexto noventayochista de su tiempo y en la modernidad del nuestro, un narrador antirrealista, de figurada escritura metafórica y decidida expresión conceptual. El ensayismo unamuniano revela una constante inquietud por los signos identitarios de una comunidad nacional; destaca «En torno al casticismo» (1895) como muestrario de la idiosincrasia española de finales del siglo XIX, insospechado preludio del Desastre colonial y amplio catálogo de los defectos y virtudes civiles que amalgaman la esencia de una colectividad, resultando evidente la voluntad de aunar una secular y antañona tradición patria con el rampante europeísmo glamuroso, avanzado y cosmopolita. Y «Vida de don Quijote y Sancho» (1905) puede leerse en parecida clave de identificación colectiva al atribuir a los personajes cervantinos, respectivamente, un prototípico idealismo autóctono y la necesidad de un no frecuente realismo circunstancial. De nuevo la literatura como motivo pretextual de una figuración teórica y conceptual. Particular significación adquiere, en la vigencia unamuniana, la proyección netamente filosófica de su obra, como demuestra «Del sentimiento trágico de la vida» (1913), un tratado existencial sobre el sentido de la vida, que tiene como referente el racionalismo pesimista de Kierkegaard y Schopenhauer, aportando nuestro escritor la inserción del absurdo como definitivo ingrediente vital.
Su obra poética pervive bajo una austera espiritualidad cristiana conjugada con una admirada visión de la cotidianidad, su característica «intrahistoria»; desde su primer poemario, lacónicamente titulado «Poesías» (1907) hasta el póstumo «Cancionero» (1953), su trayectoria lírica incluye el compromiso testimonial, los efluvios intimistas, la recreación de motivos pictóricos, la sentimentalidad familiar o el ensimismamiento existencial. Un registro este último que abordaría también en el teatro con «El otro» (1926), un drama de personalidades desdobladas y ambivalentes identidades metafísicas. Con el tono popular de la copla, expresa así Unamuno su alambicado pensamiento ontológico: «Dios mío, este yo ¡ay de mí! / se me está yendo en cantares / pero en mi mundo es así; / los seres se hacen estares.» Su literatura, teorizante, divagativa, enteléquica y conceptual, a la vez serena e inquietante, escéptica y creyente, compleja y sencilla a un tiempo, siempre fascinante, contradictoria, ecléctica y heterodoxa, de claro simbolismo metafórico, está más viva que nunca en esta época nuestra de desastradas convulsiones históricas y mantenidas disyuntivas vitales.