El mito de la carretera madre
Hollywood ha convertido la Ruta 66 en la leyenda que ahora María Adell y Pau Llavador diseccionan en su libro a través de las películas y canciones que se han nutrido de ella
Puedes pensar en una carretera y que la primera que te venga a la mente sea la que une tu pueblo con el de al lado, o la autovía que todos los veranos coges para escaparte dos o tres semanas de vacaciones, o esa que durante horas te ha tenido atrapado a la ida y a la vuelta del trabajo, u otras tantas; pero si cierras los ojos y lo que te preguntan es cuál de todas las del mundo escogerías para hacer un viaje, un «road trip», cuál tomarías para una aventura, la respuesta es clara: «La madre de todas, la 66». No hay humano en la Tierra que se resista a meterla entre sus tres primeras opciones –por dar cierto margen al error–. Aunque haya sido por un sólo instante, viendo una película, escuchando una canción, en un reportaje, una noticia, leyendo un libro o, por supuesto, poniendo los pies sobre ella, todos nos hemos teletransportado hasta esas rectas infinitas que atraviesan los parajes más desangelados de Norteamérica. Porque siendo justos, seguro que existen cuervas en las que disfrutar más de un coche y asfaltos rodeados de decorados de cuento que nada tienen que envidiar a la Ruta 66. Pero no tienen ese algo.
Lo que hace única a la 66. Sin poseer el mejor de los entornos ha conseguido colarse en todos y cada uno de los imaginarios personales. Eso sí, sus encuadres tampoco son de los que defraudan. Ni mucho menos. Porque en Estados Unidos ya se sabe que todo es a lo grande y si las distancias son grandes y sus «americanadas» también, las sorpresas que uno se encuentra alrededor de las 2.451 millas (3.945 kilómetros) lo son aún mayores: Gran Cañón, Monument Valley, Antelope Canyon, una ciudad chispeante en medio de la nada como Las Vegas y un largo sinfín. Pero aquí lo especial –porque ya no sé ni si «bonito» sería la palabra–, lo que le da el toque, son los «diners» sesenteros, las gasolineras (casi) abandonadas, los moteles con letreros de neón –«fue entonces cuando empezaron nuestros prolongados viajes por todos los Estados Unidos. Pronto llegué a preferir a cualquier otro tipo de alojamiento el Function Motel: escondrijos limpios, agradables, seguros, lugares ideales para el sueño, la discusión, la reconciliación, el amor ilícito», Nabokov en «Lolita»–, los bares de moteros sin rumbo y forestales sin bosques... Todo aquello que si lo viéramos en nuestro país pondríamos el grito en el cielo. Esto es como esa chica de la que estás enamorado, que te gustan hasta sus cojeras. Tal cual. ¿Por qué? Porque detrás de todo esto está la mejor compañía de publicidad del mundo, Hollywood.
Vacilona y barriobajera
Nadie como los estudios de L.A. ha hecho más por un país y, particularmente, por «la Calle Mayor de EE UU». Cómo si no, la gente iba a decidir montarse en un avión durante unas quince horas para alquilarse un Mustang, un Chevrolet o una caravana –otra cosa no vale, salvo una Chopper– y recorrerse el más inhóspito de los parajes. Y no durante una o dos horas. No. Te atrapa. Ya puestos, con la de veces que se ha soñado con eso, con la de horas que se han esfumado hasta llegar ahí, sólo con eso no vale. El cuerpo pide más. Así que coges el coche, bajas las ventanillas, pones la radio –country preferiblemente, que si nunca te ha gustado sigue siendo igual, pero allí como que mola–, si eres mujer sacas ese pañuelo que «casualmente» has metido en el bolso y te lo pones a la cabeza –ya saben cómo– aunque no se vaya en descapotable... y a disfrutar. Por unas horitas de «teletransportación» y unos cuantos complementos te acabas de convertir en el protagonista de tu propia película.
Para lograr que todo esto salga a la perfección María Adell y Pau Llavador han dado forma a «Ruta 66. Coches, moteles y canciones de película», un libro que repasa –a la inversa– el último tramo de la carretera más famosa del mundo, desde Los Ángeles a Texas, sin levantar la vista de la pantalla y poniendo la BSO al viaje –disponible en Spotify–. Además, al final de cada trayecto propone salidas alternativas a Estados vecinos como Utah, Nevada y Colorado, siempre con los filmes que atraviesan el mito de base, como los «road trip» «Thelma y Louise», «Entre copas» o «El diablo sobre ruedas», que van desmenuzando cada uno de los movimientos de sus personajes.
Propuestas que para los que hemos estado allí no hacen más que sacarnos los colores por todo lo que hemos dejado de ver. Eso sí, como que se engordan un par de gramos de felicidad –los mismos que se pierden por la nostalgia– cuando te topas en sus páginas con los «lugares de culto» pisados. Dicho ya que no aborda el trayecto desde Chicago, su origen, el libro le da la vuelta a los kilómetros y pone su punto de partida en el «pier» (muelle) de Santa Mónica (Los Ángeles). En la misma señal en la que se puede leer «66. End of the Trial». A partir de aquí empieza un recorrido que, por citar una de las decenas de propuestas dentro de esa ciudad, te llevará a los tres institutos que se convertían en el Rydell High School de «Grease» o los canales en el que disputaban las carreras los T-Birds. Hasta llegar a esas autopistas de más de seis carriles que te sacan de L.A. para continuar con la Ruta. De fondo suenan Springsteen y Neil Young, entre otros.
Con el motor rugiendo y las ventanillas bajadas –que no se olvide– continúa el particular «road trip» que llevará al afortunado por los parajes en los que traqueteó «La Diligencia» de John Ford y Wayne, la roca extraterrestre o Kirk’s Rock de la serie «Star Trek», la iglesia que Tarantino ahogó en sangre en «Kill Bill» o la carretera en la que Cary Grant estuvo «Con la muerte en los talones» –muy cerca, por cierto, de donde el guapo de James Dean repostó por última vez–. El camino está marcado. Después, como han hecho en el libro, lo interesante es salirse de la 66 e indagar sus alrededores. Lo dijo Kerouac en «En el camino»: «No sabía a donde ir, excepto a todas partes».
Porque lo importante de la «Mother Road» y de las películas de carretera no es el destino, es el trayecto.