El último canto del gran ruiseñor
Dueño de un pico de oro y un corazón no menos dorado, Enrico Caruso llevó su profesionalidad al extremo de destrozar su garganta
Bajito, rollizo, mujeriego, con el cabello que empezaba a clarear... Pero, sobre todo, dotado de un pico de oro, como el mejor ruiseñor. Aseguran los más grandes críticos musicales que Enrico Caruso (1873-1921), el napolitano convertido en paradigma del emigrante italiano a Estados Unidos, es el cantante de ópera más célebre de la historia.
Su increíble voz de tenor quedó inmortalizada, extendiéndose imparable por América y Europa cuando la casa discográfica RCA Víctor lo fichó en exclusiva para grabar más de 250 discos fonográficos de 78 revoluciones por minuto, de los cuales vendió innumerables copias que sonaban a menudo en legiones de hogares, desde Buenos Aires hasta Moscú. Sólo en la Navidad de 1943, veintidós años después de su muerte, la Víctor editó 18.000 álbumes de los discos de Caruso. Todo un fenómeno mediático para la época, convertido en primer tenor de la Ópera Metropolitana de Nueva York, cuya potente voz se hizo pionera también en la radio. Protagonizó incluso dos películas mudas en Hollywood: «My cousin», de 1918, y «The splendid romance», de 1919, dirigidas ambas por Edward José.
Cercado por los fans
Su popularidad alcanzó tal extremo, que, adondequiera que iba, las multitudes se arremolinaban. Cuando irrumpía en cualquier restaurante, los comensales se ponían en pie y estallaban en vítores. Para evitar tales manifestaciones de entusiasmo, almorzaba en su propia casa o en una modesta fonda italiana del oeste de Nueva York.
Todos los días recibía por correo los más variopintos regalos, desde cajas de bombones, manjares o joyas, hasta su propio retrato bordado en seda. Millares de artículos comerciales fueron bautizados con su nombre: tabacos, jabones, cadenas de restaurantes, marcas de macarrones o de conservas. Y hasta el caballo de uno de sus más entusiastas admiradores, al cual apostó el propio tenor más de una vez en las carreras sin éxito alguno. Pero lo más sorprendente de Caruso fue su propia vida. Su madre, Ana Caruso, vio morir a 18 de sus hijos en la infancia o la adolescencia. El que vino después, nuestro protagonista, escapó a dicha maldición. No sólo tenía una voz de oro; su corazón simbolizaba el mismo preciado metal. Una noche, en Bruselas, percibió desde su camarín un rumor procedente de la calle. Abrió la ventana y vio reunidas en las inmediaciones del teatro a millares de personas que mostraban su descontento por no haber podido entrar tras agotarse todas las localidades. Era una representación de gala a la que asistía la familia real en pleno. Al tenor no le importó cantar para el público aglomerado en la calle las principales arias que iba a interpretar poco después.
En otra ocasión, mientras firmaba cheques para las más de 200 personas necesitadas a las que ayudaba con su dinero, su esposa Dorothy Park Benjamin murmuró: «Estoy segura de que mucha de esa gente no merece ayuda». A lo que su generoso marido replicó: «Tienes razón, Doro; pero no es posible saber quiénes la merecen y quiénes no».
Otro día, mientras paseaba por las calles de Cleveland con su secretario, Bruno Zirato, le comentó con gesto grave: «No es justo. Hicimos dinero en esta ciudad y nos vamos a marchar sin dejarle un centavo. Tenemos que hacer algo». Poco después, Caruso entró decidido en una tienda de porcelana fina y compró todas las existencias para repartirlas entre sus admiradores más pobres. Y no fue una excepción. Desde entonces se las compuso para dejar en todas las ciudades donde actuaba parte de las sumas percibidas.
El hombre lo daba todo, hasta su propia vida. En diciembre de 1920, mientras entonaba un aria del primer acto de la ópera «L’Elisir d’amore», se le rompió un vaso sanguíneo de la garganta, pese a lo cual se empeñó en terminar el acto. Sentada en la primera fila de butacas, su esposa Dorothy le dirigía miradas suplicantes para que abandonara el escenario. En los meses siguientes fue operado siete veces a causa de abscesos pulmonares. Su salud pareció restablecida, pero ya no pudo cantar más. Falleció poco después en su tierra napolitana, a los 48 años de edad, en un hotelito con vistas a la espléndida bahía que lo vio nacer.
Obsesión por la higiene personal
Caruso se bañaba dos veces al día, mientras estudiaba partituras en un atril acoplado a los cantos de la bañera. Dejaba la puerta abierta para escuchar el piano desde la habitación contigua. Cada mañana repetía su ritual de aseo, conciliándolo con el ensayo del papel de aquella misma noche: así, mientras el barbero, el pedicuro y la manicura se encargaban de él, no dejaba de cantar acompañado siempre al piano, su instrumento favorito. Tampoco toleraba a las personas despreocupadas de su aseo personal. No era extraño sorprenderle olisqueando el ambiente de cualquier lugar. En cierta ocasión, dolido por tener que cortejar a una famosa diva en escena, exclamó cargado de impotencia: «¡Cantar con una persona que no se baña es terrorífico; pero emocionarse enamorando a una mujer que huele a ajo, es sencillamente imposible!».
@JMZavalaOficial