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Erwin Schrott: «La ópera no debe ser un desfile de modelos»

Erwin Schrott / Dulcamara en «L'elisir d'amore»
larazon

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En la puerta hay un cartel con su nombre: Erwin Schrott. ¿Alemán? ¿Austriaco? Uruguayo nacionalizado español. No está dentro sino en el patio de butacas. Ve un ensayo de «L'elissir d'amore». Es miércoles por la tarde y hace un frío que pela en la calle. Esperamos unos minutos y aparece vestido de negro y con una gafitas color naranja. Presumido que es se las quita al poco de vernos. Tres anillos grandes de plata. Cinco pulseras en la mano derecha y varias cadenas que penden de su cuello. Y una sonrisa. Mañana estrena esta deliciosa ópera de Donizetti. Canta en el primer reparto. Es el embaucador capaz de vender neveras a los esquimales. Bien lo sabe Nemorino, la antítesis de este galán, un chaval que se cree a pies juntillas que el líquido de la botella que da título a la ópera hará posible que consiga el amor de Adina. ¿Seguro? Dulcamara seduce y habla po rlos codos, ofrece bebidas, crema y polvo blanco en la playa a donde el regista Damiano Michieletto traslada al obra y, aunque parece que al principio el bajo barítono va a contestar lo justo, bien, pero lo justo, tiempo después entendemos por qué Plácido Domingo se fijó en Schrott a los 23 años para que interpretara a este vendedor, hoy el objetivo más deseado por los medios dentro del mundo de la lírica. Su reciente separación de la soprano Anna Netrebko es la respuesta.
-Debe saberse el papel con los ojos cerrados. Por fin le escuchamos en Madrid tras haberlo cantado hace dos años en el Palau de les Arts. ¿Cómo respira el personaje?
-Cuando lo preparamos en Valencia, Micchieletto me explicó lo que quería, cuál era su idea, alejada del estereotipo que tenemos. Había pensado en un personaje cínico, pero seguro de sí mismo y con su propia moralidad. Cualquiera de sus actitudes puede hacer que lo juzguemos de inmediato, pero él presta su servicio a la gente que se le acerca y que está necesitada.
-¿Y se siente culpable?
-No siente la menor culpa. Cumple su cometido, que es vender su artículo y entretener. Yo creo que es inocuo. ¿Qué daño puede hacer en el fondo? Dulcamara monta su propio circo, con luces y globos, tiene su corte de gente, sus chicas que le siguen y en el fondo está satisfecho porque da esperanza. Es un antibiótico capaz de calmar el dolor y se comporta como un scanner. Como el Jesucristo del milagro del vino, hace posible lo imposible. En el fondo vende espectáculo.
-Cuénteme cómo fue la primera vez.
-Es una historia fascinante. Verás, me lo ofreció Plácido Domingo a los 23 años, fíjate, hace tanto. Imposible decirle que no. Cuando me pregunto si me lo sabía le dije que sí, que podía con ello, y apenas había mirado el papel. Cómo fue... Y lo canté, lo agarré bien, me lo aprendí, pero sin matices. Esos vinieron después. He crecido con él y me interesa cómo ha ido evolucionando conmigo.
-Ni Dulcamara es tan sinvergüenza, porque tendrá su corazoncito, ni Nemorino es tan buenazo, ¿o me equivoco?
-No hay absolutos. Yo he luchado para imprimir ese lado humano al personaje. Él quiere ayudar y cree en el producto que vende, incluso le atacan ciertos remordimientos. Le contaré una cosa: para prepararlo a fondo me fui a vender a los autobuses de Montevideo.
-¿Dentro? ¿Y qué vendía?
-Bolsas de caramelos. Era la manera que tenía de probarme. Yo comparaba los paquetes y le decía a los viajeros que eran unos caramelos estupendos, los mejores que pudieran saborear, que tenían un sabor especial. Y me los quitaban de las manos. Me tenía que bajar para comprar más porque se agotaban. Se reían tanto y lo pasábamos tan bien. Y vi que era capaz de hacerlo. Yo me lo creía y ellos confiaban, lo compraban. He vendido de todo en mi vida y he sabido venderlo, desde que era bien crío. ¿Sabes que también coso y hago zapatos mejor que nadie?
-No me cuente historias.
-Es cierto. Tuve mil trabajos antes de subir a un escenario.
-Y usted que es una estrella mediática, a qué negarlo, ¿tiene memoria de su pasado?.
-Jamás lo he olvidado. Yo he sido muy feliz en mi infancia, aunque tuve que ayudar pronto en casa. A los nueve años ya lavaba coches con mi padre y me sacaba un dinero. Es de las experiencias más maravillosas que puedo recordar. Vivíamos bien y perdimos mucho pero jamás nuestra dignidad. Todo lo que he pasado me ha hecho ser lo que soy. A los ocho años canté mi primera ópera. Fue «La Bohéme». Cuando estuve arriba del escenario supe que ahí me quedaba y que no podía irme. Sucedió de manera muy natural. Ni me di cuenta ni tuve elección, la vida no me ofreció tres cartas.
-Pero es la vida la que le ha situado en un lugar privilegiado, aunque también sufra reveses.
-Todas las experiencias pasadas me han hecho. En la vida hay que tener ganas para adaptarse y luchar, es el día a día. Las experiencias, las malas, los golpes, se van sucediendo y hay que atesorarlas, aceptarlas y tratar de mejorarlas.
-¿Es dura la soledad?
-La vida me ha regalado amigos, y en ese grupo incluyo a mi familia. Les extraño muchísimo y me visitan. La soledad la he pasado en los aviones. Pero me siento tan acompañado cuando estoy en casa y me encuentro con un amigo y preparamos una cenita, tomamos una copa, jugamos a las cartas. Tengo un estupendo grupo aquí en Madrid, una ciudad maravillosa en la que voy a vivir.
-¿Se viene a Madrid? ¿Y cuándo será?
-El año que viene. Ando buscando una casa y seguro que la voy a encontrar pronto.
-¿Qué le atrae más de la ciudad sus museos o ir a tomar unas cañas?
-Todo eso y mucho más. Tengo bastantes amigos acá, su compañía en sí sería una buena razón para pasar más tiempo en la ciudad. Aparte de eso, es tan hermosa y sé tan poco de ella que cada día es un descubrimiento.
-¿Prima hoy en la ópera la vista sobre el oído?
-La ópera no debería convertirse en un desfile de modelos. Tu estás sobre el escenario, arriba, y el público abajo; estamos en la boca del león y a su merced, y tenemos que dar lo mejor siempre. Yo soy mi mayor crítico, no me doy espacio para aligerar, para descargarme, soy un buscador permanente que se concentra en el estudio y en ser capaz de hacer disfrutar a los otros de lo que amo.
-¿Le ha marcado su físico para cantar?
-No creo que me hayan elegido para cantar un papel por mi aspecto. La ópera es voz. Cuando me incorporo a un reparto necesito conocer cuál es la idea dramática del director de escena. ¿Qué hay que quitarse la ropa? Pues si hay que sacarse la camiseta, allá va. Ahora, cantar colgado de una cuerda, no.
-¿Se necesita transgredir para llegar al patio de butacas?
-Transgredir es algo que puede ocurrir una vez cada tanto, pero la continua transgresión se convierte en cliché, y no puedes engañar al público así. Un toque de ruptura aquí y allá, como una sorpresa, un chiste inesperado, dan brillo al espectáculo. El público va al teatro para disfrutar y estar entretenido, pero el experimento continuo puede dejarlo preguntándose sobre la propia transgresión en lugar de disfrutar de lo que tiene delante, que se compone de música, actuación, puesta en escena. Es contraproducente.
-¿Es difícil construir una carrera con la cabeza?
-Sin ella no llegarás a ninguna parte. Te estructura las ambiciones del corazón, la técnica da el método. Pasión y estudio constituyen la base sobre la cual cimentar una carrera, pero no son suficientes, hay que tener una buena cabeza también.
-Vocalmente hablando, ¿qué implica entrar, para un cantante, en los cuarenta?
-Empezar una nueva fase, la voz crece y cambia, todo el cuerpo cambia, la actitud cambia... Cada uno es diferente, no es una cuestión de números.
-Para un artista que es carne de titular, ¿es necesario tener los pies sobre la tierra?
-Absolutamente. Es un elogio que venga gente de todo el mundo a verme. Y una responsabilidad. Yo mismo me pongo en la mirilla, sé que me miran. Tengo un par de buenas orejas que me dicen si emito y sueno bien. Y gente que si hago lo que no debo me lo recuerda.
-¿Mantiene contacto con el público?
-Claro, por mail, por Facebook. Hay una gente que nunca ha pisado un teatro de ópera y que es a la que hay que enganchar. Hace tiempo tuve una estupenda experiencia en Baviera con un grupo de chicos entre los 12 y los 17 años, escuchaba sus risas durante la función y al acabar sus vocecitas gritaban como si estuvieran en un estadio de fútbol. No me lo creía. Tenemos, pues, una misión extra: que el público vuelva y que se incorpore gente nueva a la que hay que saber estimular.