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¿Es necesaria tanta crueldad en una película?

«Guest of Honour», de Atom Egoyan, defrauda en Venecia, mientras que el filme de Vâclav Marhoul rebosa atrocidades.
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«Guest of Honour», de Atom Egoyan, defrauda en Venecia, mientras que el filme de Vâclav Marhoul rebosa atrocidades.
La escena de «About Endlessness» («Acerca del infinito»), presentada a concurso ayer en la Mostra, que más le gusta a su director, el sueco Roy Andersson, es el momento en que un padre, en medio de una lluvia torrencial de camino a una fiesta de cumpleaños, se cala hasta los huesos para atarle los cordones a su hija. Esa es la idea que Andersson, que ganó el León de Oro en 2014 con «Una paloma se posó en una rama para reflexionar sobre la existencia», tiene del infinito. Un gesto, una viñeta casi inmóvil, una anécdota que empieza y ya se está acabando. Será que el cero y el infinito, como decía Arthur Koestler, son hermanos gemelos. Valga esta conmovedora escena para definir el proyecto de Andersson, que, en una concisa hora y cuarto de metraje –que podría haberse alargado, sí, hasta el infinito–, condensa una versión contemporánea de «Las mil y una noches» en la que conviven un cura que ha perdido la fe, Hitler en su búnker bombardeado y un dentista que decide rebelarse contra su paciente, por poner solo tres ejemplos. La voz de una Scherezade que introduce cada viñeta, en plano fijo y exquisitamente compuesta, nos recuerda a la Emmanuelle Riva de «Hiroshima mon amour». «He visto...», dice. Todo es visible en el cine de Roy Andersson, por eso nunca hay sombras en sus encuadres. Aquí ha desnudado más si cabe su estilo, en el sentido de que hay escenas que se reducen a un solo gesto que comprime el fuera de campo del relato, ahí está todo lo que se cuenta y todo lo que se podría contar. De una de las mayores máquinas de narrar de la humanidad emergen historias mínimas, tanto como el famoso microrrelato de Augusto Monterroso, pero sin dinosaurios. En «About Endlessness» se cita la primera ley de la termodinámica, en la que la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma. Y ciertamente hay una energía, no siempre positiva pero sí emocionante, que se transmite de viñeta en viñeta, como si el miedo, el afecto, la estupefacción, la indiferencia, la tristeza y el amor fueran, en realidad, distintas caras de una misma cosa que hay que celebrar.
Muchos afirmarán que Andersson lleva haciendo la misma película durante décadas, pero lo cierto es que su estilo sigue vivo, sigue aportando cosas nuevas. No se puede decir lo mismo de Atom Egoyan, que lleva perdido para la causa, siendo benevolentes, desde «Adoration». Si diseccionásemos «Guest of Honour» nos encontraríamos con una trama idéntica a la de sus mejores películas. ¿Es lo mismo lo real que la percepción de lo real? ¿Qué esconde un relato que se nos presenta en fragmentos, en ráfagas, en puntos de vista que se cruzan? ¿Cómo gestionamos la comunicación interpersonal en un mundo de pantallas, en un mundo de intermediarios? Como ocurría con el protagonista de «El liquidador», un agente de seguros que valoraba los daños de catástrofes domésticas, el David Thewlis de «Guest of Honour» es un funcionario de la sanidad pública que cierra restaurantes como quien come bombones. Ambos son portadores de malas noticias, y ambos tienen que cargar con sus propios traumas. El de Thewlis, el de tener una hija en la cárcel por haberse intentado ligar a un alumno adolescente. Claro, luego las apariencias siempre engañan. Cómo ambos lidian con sus culpas y su responsabilidad moral es el eje vertebrador de una película sobre una familia con sus secretos que revela hasta qué punto Egoyan ha perdido la capacidad de hacer creíbles y conmovedoras las tramas más retorcidas y que demuestra que se ha convertido en un puritano.
Poco importan los hechos
Jerzy Kosinski no tenía fama de puritano. Nadie que lo fuera podría haber escrito una novela como «El pájaro pintado» y quedarse tan ancho. Restaba la duda de si estaba contando su propia historia como niño judío en Polonia, aunque, en Estados Unidos, tardara mucho en confesar que era judío. Luego se comprobó que no, que todas las atrocidades por las que pasa ese niño no eran autobiográficas. Decía que importan poco los hechos, sino más bien la verdad que se desprende de ellos.
La adaptación al cine que dirige el checo Vâclav Marhoul, que ayer competía en la Mostra, dura casi tres horas, y en un prístino blanco y negro, suena falsa y abyecta. Si Jacques Rivette se levantara de la tumba, él que escupió sobre el «Kapo» de Pontecorvo por banalizar el Holocausto, volvería a morirse. El viaje antiodiseico de un niño sin nombre a través de la Polonia rural durante la Segunda Guerra Mundial es una exhibición de atrocidades. A cada capítulo, le sigue algo peor: al linchamiento le sigue la tortura (enterrado su cuerpo, la cabeza al aire, atacada por los cuervos); a la tortura, la violencia; a la violencia, ser víctima de un pederasta; a ser víctima de un pederasta, ser víctima de una pederasta, y así, etcétera. Es obvio que no hay ningún ánimo realista durante todo el relato, porque la acumulación de barbaridades ha de ser significante por sí misma. El problema está en a servicio de qué está toda esa crueldad, bañada por la estética del cine de autor de prestigio.
Fotos coloniales
En «Blanco en blanco», coproducción española dirigida por Théo Court y presentada en la sección Orizzonti, se nos ofrece una aproximación singular sobre lo que significa la representación del colonialismo, o cómo la imagen captura y secuestra el genocidio de un pueblo. El chileno Alfredo Castro, habitual del cine de Pablo Larraín, interpreta a un fotógrafo que, a principios de siglo, llega a Tierra del Fuego para retratar a la esposa de un latifundista. Ella es prácticamente una niña, pero su belleza le fascina. Castro acaba participando, como «voyeur» impenitente e imperturbable, de la brutal cacería a la que son sometidos los indios Selknam en un paisaje tan salvaje y hostil como la barbarie que está fotografiando.