Estambul: viajeros contra la barbarie
Kavafis llegó con la mirada embrujada por la historia y Theópile Gautier, dispuesto a contar lo que sentía. Ahora que el terrorismo golpea el multiculturalismo de la ciudad del Bósforo, un libro reúne los textos de estos autores sobre Constantinopla.
Kavafis llegó con la mirada embrujada por la historia y Theópile Gautier, dispuesto a contar lo que sentía. Ahora que el terrorismo golpea el multiculturalismo de la ciudad del Bósforo, un libro reúne los textos de estos autores sobre Constantinopla.
La ciudad en la que todavía se respira la más fascinante historia de dos continentes enteros puede que sea Estambul, la antigua Constantinopla, antes conocida como Bizancio. Lejos de la triste imagen que últimamente ofrece a nuestros ojos, espectadores del horror de violencias múltiples y fundamentalismos desbocados, la «Perla del Bósforo» fue durante siglos un lugar de fructífero intercambio cultural y armónica convivencia para varias religiones. Desde el paganismo griego al cristianismo romano y posteriormente bizantino, al Islam aglutinador del gran imperio multiétnico de los otomanos, hasta llegar a la moderna Turquía, tras la abolición del Sultanato por los «jóvenes turcos», la historia de esta ciudad es variada y de una riqueza difícil de exagerar. Su peripecia tiene varios momentos claves, desde su fundación en el siglo VII a.C. como Bizancio por colonos griegos que supieron ver en este emplazamiento entre Asia y Europa un magnífico enclave para controlar el acceso al mar Negro, hasta su refundación por Constantino el Grande en el siglo IV de nuestra era, para llegar al fin a la toma de la capital del Imperio Romano de Oriente, también conocido como Imperio Bizantino, por las huestes de Mehmet II el Conquistador en 1453. La moderna Estambul, que vio el triunfo de Atatürk en 1922 sobre los restos del Imperio Otomano, la urbe frente al Cuerno de Oro resurge y brilla sin cesar en una larga y gloriosa existencia que no es ni auge ni decadencia sino una fascinación incesante que se extiende ya a lo largo de casi tres milenios de historia.
Una ciudad admirada
Cuando en el año 1000 Roma se había reducido a una aldea, París y Londres lo parecían y solo Córdoba se disputaba la población, la pompa y el esplendor de Constantinopla, la capital bizantina era objeto de admiración y veneración sin par por numerosos visitantes, embajadores y comerciantes venidos de todo el mundo: desde el Occidente latino al Norte eslavo y escandinavo, pero también del África y del Lejano Oriente, del «país de la seda» cuyo comercio y rutas a Occidente supieron monopolizar los bizantinos. Allí confluían, en efecto, las diversas rutas de la seda, de las maderas, aceites, manjares y mercancías preciosas de los cuatro extremos del mundo. Con ellas vinieron culturas muy diversas, lenguas y religiones que, salvo las tensiones inevitables, supieron convivir sin grandes desastres. La rebelión de Nika en 532, las revueltas latinas y antilatinas del siglo XII, la toma de la ciudad por los cruzados de 1204 o la caída de 1453 son algunos de los episodios más convulsos. Pero, tras los momentos de revolución y cambio de poder, la convivencia y el intercambio fueron señas de identidad de Constantinopla.
Bizancio fue descrita con admiración por ilustres viajeros. Por ejemplo, Ibn Battuta, un árabe del siglo XIV, se refiere a la disposición de la ciudad en trece barrios casi independientes y con alternancia de industrias, viviendas y huertos. Por los del norte se agolpaban las industrias de los latinos, desde Pera al Cuerno de Oro, junto a los puertos. La diversidad étnica era notable a ojos del visitante árabe, con judíos, latinos, armenios, rusos, turcos y búlgaros extramuros. El bullir de lenguas y los intercambios comerciales hacían de estas zonas un gran bazar, el centro del comercio entre Oriente y Occidente. A principios del siglo XIV llegaron a Constantinopla dos viajeros castellanos, Ruy González de Clavijo y Pero Tafur. Clavijo, embajador de Enrique III de Castilla ante Tamerlán, se asombró ante las procesiones religiosas, las aglomeraciones en iglesias y monasterios y el lujo del clero. Tafur, por su parte, se sorprendió al paso de elegantes señoras y caballeros conducidos en lujosas literas con un gran séquito por la populosa calle Mese, la arteria principal de la urbe, camino de una misa o un despacho oficial. Y más allá de la Edad Media y moderna, la ciudad del Bósforo siguió atrayendo las miradas de viajeros y escritores, ya convertida en un símbolo exótico de Oriente y en una reliquia del pasado a la par.
Una urbe eterna
Ahora se publica un precioso libro, titulado «Constantinopla. Eterno viaje a Ítaca» (Círculo de tiza, 2016), que contrapone las miradas soñadoras y furtivas, románticas e idealistas, de dos viajeros posteriores. Con la mente o con el cuerpo, Constantino Kavafis y Théophile Gautier se encuentran a través de sus textos en un libro que pone los poemas de uno y el recuento del viaje del otro en un inagotable y sugerente diálogo. Éstos son sólo un par de los grandes escritores que quisieron entablar una relación en espíritu con la eterna ciudad entre dos continentes. Si Kavafis evoca el esplendor y la decadencia del Imperio Bizantino, bien personificadas en la peripecia histórica de Constantinopla y de sus emperadores, patriarcas, herejes y héroes resistentes, Gauthier prefiere callejear por la Estambul de su época entre derviches, bazares y espléndidos cafés decimonónicos que dan fe de todo el boato del Oriente más quintaesencial. Gautier viajó en verdad y de Kavafis sólo importan los ensueños bizantinos que elevaron su astro poético. Su conversación, bellamente ilustrada, hace resurgir de nuevo a esa gran capital. El Imperio bizantino y posiblemente el Otomano no fueron tan culturalmente monolíticos como se ha querido presentar, sino que albergaron en su seno una multitud de rostros, corrientes religiosas, lenguas y culturas en contacto, y corrientes mestizas que hicieron de la actual metrópolis turca un mundo en la frontera de intercambios fecundos en el arte, la literatura, la religión, el pensamiento y la ciencia. Frente a la barbarie de quienes quieren imponer hoy su pensamiento fanatizado y que ponen bombas al que reza en una lengua diferente o con una liturgia que no comprenden, está el símbolo de la Perla del Bósforo como lugar de encuentro de culturas. La Bizancio medieval con sus barrios venecianos, pisanos, francos o catalanes, con sus juderías y sus traductores del Corán al griego, o la Estambul otomana donde pervivió el Patriarcado de Constantinopla y sus fanariotas, esos griegos orgullosos de nobleza que nunca se perdió, junto con los artesanos y artistas del Oriente cristiano que medraron a la sombra del Sultán de la Sublime Puerta en su imperio multiétnico y multicultural. Los viajes y viajeros a Constantinopla, en la realidad o en recreaciones como éstas, nos recuerdan este mundo que no debería perderse y que, en la brutalidad de los atentados, hay que revindicar.