Fabular sobre el horror
Hace no mucho que el polémico cómico francés Dieudonné fue sentado en el banquillo por apología del terrorismo por un comentario burlón en Facebook tras el atentado contra la revista «Charlie Hebdo» y un supermercado judío, al hilo de otras polémicas que incluían banalidades sobre el Holocausto. Otro chiste de un recién estrenado concejal madrileño en Twitter sobre el exterminio de los judíos causó su dimisión después de una intensa polémica. Y otros ejemplos actuales proliferan en una época en la que se comenta frívolamente cualquier asunto delicado en la arena pública y global en la que se han convertido las redes sociales. La pregunta, sin embargo, es antigua y poderosa: ¿es moralmente aceptable hacer humor, arte, literatura o entretenimiento con unos materiales tan delicados como la crueldad y la devastación más absolutas?
Hay que argüir, por un lado, que la risa y el humor activan una parte del cerebro que permite sanar la psique, olvidar el mal y guarecer las heridas de forma efectiva. Así lo estudia Scott Weems, experto en neurociencia cognitiva, en su libro «Ja, la ciencia de cuando reímos y por qué» (Taurus 2015). Weems dedica especial atención al humor sobre temas polémicos en momentos de crisis, como por ejemplo el 11-S en Nueva York. El humor tiene en nuestra mente una importante función catártica, que comenta a propósito de la primera broma televisada sobre aquellos atentados en EEUU. Por otro, me gustaría recordar que hay un inveterado gusto literario y artístico por la sublimación del horror, presente en todas las épocas y culturas, acaso como una catarsis también, en el sentido que Aristóteles comentaba en su «Poética»: la contemplación de la cruel catástrofe del héroe trágico y su efecto purificador y educativo sobre el público. Retoma el tema José Ovejero en su libro «La ética de la crueldad» (Anagrama 2012) a propósito de las formas de arte y creación que se recrean en lo horrible en autores como Onetti, Cormac McCarthy, Canetti o Jelinek.
Poca duda cabe de que el epítome más absoluto del horror en la historia de la humanidad sea el Holocausto, que ha sido analizado desde diversas perspectivas, tanto históricas como filosóficas.
- La legitimidad del humor
Todo abordaje parece andar con pies de plomo para no herir susceptibilidades y se adoptan diversas estrategias para canalizar el dolor, la vergüenza, el crimen y la responsabilidad de unos y otros. Por eso hay que preguntarse sobre la legitimidad del humor y de la creatividad artística sobre este tema. La reciente publicación de las memorias del controvertido cómico norteamericano de origen judío Lenny Bruce («Cómo ser grosero e influir en los demás», Malpaso 2015) pone sobre la mesa la cuestión al tratar un célebre monólogo que presentó en Chicago en 1962 adoptando el papel del nazi Adolf Eichmann, para escándalo de su público y con su arresto al final de su actuación. Otro libro reciente de Rudolph Herzog analiza precisamente el humor en los duros días del Tercer Reich en Alemania como estrategia para salir adelante. El ensayo «Heil Hitler. El cerdo está muerto» (Capitán Swing, 2014) recoge conmovedores testimonios del uso del humor como válvula de escape en el creativo Berlín de los años treinta, como el del cabaretero judío Werner Finck, internado en un campo de concentración y bromista sobre su propia situación. Hay quien dice que sólo las víctimas –en este caso los judíos– están realmente legitimadas para este tipo de estrategias que conjuran del mal. Véanse también las bromas sobre nazis de Woody Allen en sus películas.
En cuanto a la literatura, un ejemplo perfecto de esta problemática es la reciente y magnífica novela del británico Martin Amis «La zona de interés» (Anagrama 2015).
El escritor se atreve a novelar el sanctasanctórum del horror y el dolor, el Holocausto, con una historia donjuanesca de vanidades en el contexto de la deshumanización más absoluta, un campo de concentración. Amis utiliza el punto de vista de los nazis y nos recuerda literariamente lo que Arendt llamó la «banalidad del mal» al tratar un triángulo amoroso de infidelidad desde dentro del horror con una técnica brutal de ironía descarnada y alusiones a Eichmann, a la conferencia de Wannsee y la solución final de Rosenberg. Impresiona cómo utiliza, además, la lengua alemana sin traducir como escenario semántico del horror, en una suerte de cárcel. Este tipo de arte es legítimo, pensamos, para quien lo quiera experimentar. Repele y atrae a la vez, como el mejor y más catártico Lars von Trier. Pero los límites de la libertad creativa están sin duda en los derechos fundamentales: mientras no haya calumnia o humillación a las víctimas y a los que sufren es tolerable fabular –que no frivolizar– sobre el horror. Aunque, avisamos; hay que estar cargado de valor para mirar al abismo.